La
edad dorada de los cuentos de Hadas
por
Estrella Cardona Gamio
La edad dorada de los cuentos de hadas, su reconocimiento, auge y esplendor, está a caballo entre dos siglos, concretamente el XVII y el XVIII, aunque las fechas exactas oscilen ligeramente, ya que si el núcleo lo hallamos de 1690 a 1702, no debemos olvidar que fue en 1789 cuando, con la Revolución Francesa, los cuentos de hadas fueron postergados momentáneamente por un brutal acontecimiento histórico en el cual no tenían cabida -por otra parte, su comienzo es antiquísimo, siendo el entronque, mitológico muchas veces-, y la labor que se llevó a cabo, 100 años antes de la revolución, de la mano de Charles Perrault y otros escritores, no fue sino poner orden en donde no lo había.
Promovida por un rey, Luis XIV, que amaba la cultura, pero que también deseaba gobernar a sus súbditos empleando la vieja fórmula romana del panem et circensem, pues corrían tiempos de guerras continuadas lo que originaba crisis económica y excesivos impuestos, se recopilaron por mandato suyo en los peores años, 1693-1694-1709, leyendas, consejas y cuentos, fueran europeos o de países exóticos, a los que se "actualizó” a la moda de la época, y así el cuento, de origen egipcio, La Cenicienta, archivó dioses convirtiendo al faraón en un príncipe encantador y sólo conservóse la sandalia, transformada a su vez en zapatito de cristal, eso, y la humildad de la protagonista cuya resignación era merecedora de premio.
Los mal llamados autores de los cuentos, fueron en un principio, Charles Perrault, un eficiente funcionario de la corte al que le daba por escribir, y la aventurera y novelesca baronesa D’Aulnoy, a los que siguieron muchos más, famosos en su tiempo y hoy apenas recordados por el gran público, como, por ejemplo Marie-Jeanne Lhéritier de Villandon, sobrina de Perrault nacida en 1664 y fallecida en 1734, aunque los cuentos persistan. Sin embargo, no debemos olvidar que ellos, bajo cuyo nombre de autor han llegado hasta nuestros días, no eran más que meros transcriptores de versiones, ya que éstas son múltiples –los hermanos Grimm sin ir más lejos, también nos hablan de Caperucita, de Piel de Asno, de Las Hadas, de La Cenicienta y de La Bella Durmiente-, la única diferencia es que las versiones, por eso se llaman así, alteran siempre, de una manera o de otra, la historia. Y si en Perrault el lobo se come a Caperucita y a su abuela, en los Grimm las rescata el cazador. Otro cuento, que de hadas no tiene nada, es el de Barba Azul, inspirado, según dicen, en las atrocidades que cometió el noble Gilles de Rais en la impunidad de su castillo.
Pero no nos desviemos de la cuestión ya que estamos hablando de los cuentos de hadas y su época de mayor esplendor, aunque lo sórdido y lo espeluznante también tuviera cabida en ellos más de una vez, Piel de Asno, o el incesto, La Bella Durmiente, y el canibalismo, por citar cuentos en los que aparecen las hadas.
Lo curioso del caso, es que todos estos cuentos, por real decreto del Rey Sol, tenían que ser morales, es decir, contener un epílogo moralizante, como cuadraba en tal tipo de lecturas; en ellos el mal era castigado sin piedad, por más que antes no se eximiera a los protagonistas de pasar un auténtico vía crucis de vejaciones y sufrimientos, que el final feliz compensaba con creces. Ahora, mucho más singular, paradójico, diríamos mejor, es que gran parte de sus autores no predicaban con el ejemplo de una vida ejemplar que digamos, ya que menos Perrault, discreto, gris e irónico, la baronesa D’Aulnoy llevó una vida muy poco edificante y Madame Leprince de Beaumont, autora de La Bella y la Bestia –que, por otra parte se nutre de la leyenda medieval de Troylo y Zellandina, cuya fuente primigenia es la historia de los amores de Eros y Psiquis--, siendo ella una mujer virtuosa, cometió el imperdonable fallo de un segundo matrimonio con un individuo que era un francés traidor, espía al servicio de la corona británica.
Un detalle, no obstante, les une a todos: la máxima dicha se consigue casándose con un príncipe, siempre hermoso y magnánimo, y las heroínas reciben el lavado de cerebro de unas disposiciones que se les inculcan, y a través de ellas al público femenino, de que no hay nada mejor que ser esposas y madres, eligiendo siempre un marido que a la belleza oponga la bondad y a la brillantez superficial el ingenio y la inteligencia. La Bella y la Bestia es un claro exponente de ello.
De esta manera, si el mal era castigado por la Justicia Divina, no importaba el padecer miserias y humillaciones, porque, un día, un día hipotético y lejano, quienes habían sufrido gozarían de venturas sin fin, mas las penalidades tenían que ser de lo más desagradable, y en verdad que no se escatimaban, para que se justificara semejante precio.
Es ahí donde las hadas hacían acto de presencia, los buenos espíritus protectores, aunque a su vez inflexibles, que otorgaban dadivas y regalaban deseos. Las hadas eran los intermediarios perfectos y las buenas gentes del pueblo, un pueblo ignorante y analfabeto, se aferraba a ellas en la creencia de que todo podía resolverse con la ayuda de lo maravilloso en una salida bastante pagana al no recurrir a la Virgen y a los santos.
Las Damas Blancas, la buena gente, las gentes de las colinas, se hicieron muy populares al surgir de sus arcanos legendarios y todas ayudaban a los desdichados, pero sus albas túnicas cedieron el paso a los suntuosos trajes de corte y ellas mismas, en alguna que otra ocasión, se contagiaron de la frivolidad reinante, mas siempre ayudaban, o al menos lo intentaban llenas de la mejor voluntad, Afortunada, de la baronesa D’Aulnoy.
Los cuentos de hadas, nacidos en ambiente cortesano, más acertado sería decir “pulidos”, llegaron a la plebe agrupados, clasificados, y convenientemente manipulados para que consiguieran su objetivo.
Constituyeron una moda y no era ningún absurdo el que los leyeran las grandes damas; de hecho fueron las mujeres de aquella sociedad sus impulsoras, con la sobrina de Perrault en vanguardia, ya que, intelectual, colaboraba en el Mercurio Galante y pertenecía al bando de los Modernos que acaudillaba su tío, curioso “partido” no político que defendía a los escritores de su época en oposición a los clásicos como Virgilio, Homero y etc., denominándose éste el de los Antiguos, liderado por Boileau.
Los cuentos de hadas los leían incluso hasta los caballeros cortesanos, las jovencitas, ¡cómo no!, sus galanes, y ni que decir tiene que Luis XIV, también e incluso los recomendaba a su descendencia, bastardos legitimados en la mayoría, y no deja de resultar desconcertante que un rey absolutista quien, además, se viera envuelto en uno de los mayores escándalos que la historia palaciega de todos los tiempos haya dado, como el del proceso de La Cámara Ardiente -el juicio por brujería y envenenamiento que alcanzó a la nobleza entera de su época-, se enterneciese con las desventuras de Cendrillon.
El substrato de los cuentos de hadas, repito, se alimenta en la memoria ancestral que los transformó, deformó y amplificó, en leyendas. Así nos encontramos con que Blancanieves y los 7 enanitos, que no es un cuento de hadas, tenga un principio que recuerda mucho a la historia irlandesa de Noisé y Derdriu, leyenda que más tarde inspiraría la de Tristán e Isolda.
Este principio es el siguiente: Derdriu, prometida en matrimonio desde la cuna con el rey Conchobar, un día, cuando ya era una hermosa adolescente, al ver la sangre de un ternero que su padre había desollado, regar el campo nevado mientras un cuervo aplacaba su sed bebiéndola, exclamó:
“-¡Cuán bello sería el hombre cuya cabellera fuese negra como las plumas de este cuervo, tuviera las mejillas rojas como la sangre derramada y el cuerpo con la blancura de la nieve!”
(Se recordará que en el cuento de Blancanieves, es la reina su madre quien, al pincharse el dedo con una aguja mientras borda sentada frente a un ventanal enmarcado en ébano y que se abre al paisaje nevado, pronuncia estas palabras:
“-¡Desearía tener una hija que poseyera los cabellos negros como el ébano de esta ventana, los labios rojos como la sangre y la piel blanca como la nieve!”)
En ese tesoro cultural, que es como un cofre enterrado, las historias van y vienen entremezclándose y componiendo nuevas; en un cuento de Las Mil y Una Noches, se menciona uno que tiene por protagonista a cierta bella durmiente, y otro que es el de Los tres deseos, recreado por Perrault bajo el título de Los deseos ridículos, con la intervención de Júpiter en el papel de dador, y que también se puede leer en otra versión con un hada que es quien con ellos premia, desafortunadamente, a los que se hicieron acreedores de la recompensa.
(No obstante, preciso es hacer aquí un comentario: el cuento de Los deseos ridículos, es anterior a su llegada a Europa de Las Mil y unas Noches, lo que viene a indicar que el tema es universal al corresponder a la necesidad muy humana de que sean otros los que nos resuelvan los problemas).
No quisiera dejar de lado a un personaje importante en los cuentos de hadas, el pájaro, casi siempre encantado y que luego se convierte en príncipe o princesa, ave-patrón que podemos encontrar también en otro cuento de Las Mil y una Noches, y de la que son herederos indirectos, los numerosos pájaros que pueblan nuestros cuentos infantiles.
Los cuentos de Las Mil y una Noches, arribaron al viejo continente de la mano de Monsieur Galland en pleno auge del género.
Antoine Galland era un estudioso de las lenguas orientales, quien, aunque de familia humilde, consiguiera, por medio de su inteligencia, llegar a convertirse en secretario del embajador francés en el imperio Otomano, dedicándose a recolectar antigüedades tanto para el ministro Colbert como para Luis XIV. Nacido en 1646 y fallecido en 1715, entra dentro de la onda, llamémosle "cuentista” que está de moda, y como un nuevo Perrault, y más tarde harán los hermanos Grimm, se dedica a transcribir cuentos, en su caso concreto traduciéndolos al idioma francés; no obstante muy suavizados en lo que a lenguaje atrevido se refiere. De esta manera, y después de años de meritorio trabajo, llegan a Occidente las famosas “mil y una noches”, ya que el primer volumen se público en 1704, saliendo póstumamente los otros dos que componen la trilogía, y el éxito fue arrollador. Por más que, bueno es señalarlo y como ya se ha mencionado en el presente artículo en varias ocasiones, muchos de estos cuentos debían pertenecer a un acervo cultural que parece habitar en el inconsciente colectivo: bellas durmientes, y pájaros parlantes, que ya nos encontramos precursoramente en El pájaro azul de Madame D’Aulnoy.
Se podrá argüir que las hadas no salen en esos cuentos orientales, pero nada más inexacto, ya que surgen aunque bajo otra denominación, el de djinas, pues sus características son las mismas, no en balde Wilhelm Hauff les da ese nombre cuando, por ejemplo, hace aparecer a “el hada Adolzaida” en su cuento El falso príncipe. Sin embargo hemos de recordar que Hauff nació, vivió y murió, a principios del siglo XIX, lo cual no menoscaba en absoluto las influencias heredadas.
En los albores del reinado de Luis XIV, cuando este era joven y gustaba de fiestas deslumbrantes, uno de los divertimentos reales consistía en escenificaciones maravillosas en las cuales, las hadas lucían en todo su esplendor, mas al envejecer, y bajo las piadosas influencias de su última amante, la viuda Scarron, luego convertida en marquesa de Maitenon y esposa morganática del rey, las hadas retrocedieron del primer plano hasta ocupar otro mucho menos comprometedor refugiadas en la fantasía de los cuentos cuyo nombre llevan, y que se da la paradójica circunstancia, que, a veces, de hadas tienen poco. Tengamos presente a este respecto que Barba Azul, Caperucita Roja, Pulgarcito y El gato con botas, no las incluyen en sus argumentos, y que incluso Madame D’Aulnoy las excluye en muchos de sus relatos, luego, y por una extraña deformación se les sigue dando este nombre a los cuentos que resucitarán después de la Revolución Francesa -salidos de la pluma de otros autores, en su mayoría damas-, cuentos irremediablemente morales en los que campea el sufrimiento y la resignación cristianas y en los que todo se soluciona gracias a la buena conducta y sin que las hadas intervengan para nada, o bien muy escasamente, pero ahí ha quedado el nombre como una marca de fábrica o un título de honor que también se adjudica a cuentos posteriores como los de Andersen -¿su Sirenita una descendiente de las asrai, o una prima lejana de Melusina?-, a los de Öscar Wilde, en los cuales las hadas se ven reemplazadas por los ángeles, transformación bastante corriente en muchos cuentos, e incluso los de Lewis Carroll llegan a recibir tan asombroso título en muchas ocasiones.
Sin embargo, debemos reconocer algo que es muy importante: tal vez, a esa común denominación que engloba siempre mundos de fantasía, debamos el que todos los cuentos que se escribieron en su época dorada de esplendor, no se hayan perdido, porque merced a un azar de la casualidad, ¿quizás intuición, presentimiento?, hubo alguien, el caballero Charles Joseph de Mayer, originario de Tolon, quien reunió en 41 volúmenes, entre 1785 y 1789, todo lo se había escrito sobre los cuentos de hadas y afines. Esta colección, bajo el nombre de Cabinet des Fées, Gabinete de las Hadas, apareció publicada en Ámsterdam, justo cuando en Francia la Revolución era un hecho, y de esta manera pudieron salvarse tan deliciosas historias -en ocasiones bastante siniestras, obligado es el admitirlo- que de otra manera se hubieran perdido sin remedio en su totalidad.
© C. Cardona Gamio Ediciones 2002
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