PIEL DE ASNO
d
e Charles Perrault

Hubo una vez un monarca, el más grande que había entonces sobre la tierra, tan amable en la paz, como terrible en la guerra,  y que sólo a él mismo podía compararse ya que no había ningún otro que le aventajara en poder. Los reinos vecinos le temían y por esta causa, sus estados estaban en paz, floreciendo en todo el territorio, a la sombra de las palmeras, las virtudes y las bellas artes. Su amable esposa, y fiel compañera, era tan encantadora como bella, teniendo un espíritu agradable y dulce, lo que convertía al rey, más en feliz esposo que en soberano, lo que ya es decir. De su ejemplar matrimonio, nació una hija, tan adornada de gracias, que pronto los reyes se consolaron de no haber tenido más descendencia..

En su vasto y rico palacio todo era magnificencia por doquier y una gran muchedumbre de cortesanos y de servidores lo poblaban yendo y viniendo afanosos.

El rey tenía en sus cuadras caballos grandes y pequeños de todas las razas, cubiertos de ricas gualdrapas, recamadas en bordados de oro. Pero lo que más sorprendía a cuantos las visitaban, era que un vulgar asno de grandes orejas se hallara instalado en el lugar de honor.

Si tal desatino os desconcierta, cuando sepáis de sus cualidades sin par, comprenderéis la causa y no os parecerá que sea un honor exagerado.

Era un animal de apacible naturaleza y muy limpio, ya que no  ensuciaba el establo, dejando en su lugar montones de monedas de oro, que se recogían todas las mañanas cuando despertaba.

Mas tanta dicha no suele durar mucho tiempo, y, por este motivo,  una enfermedad desconocida atacó de improviso a la reina. Por todas partes se buscaron remedios, pero ni los sabios doctores de la facultad, ni los curanderos llamados de urgencia como último recurso, no pudieron, entre todos juntos, detener la fiebre de la soberana, que iba en aumento cada día.

Llegada que vio su última hora, la reina le dijo a su esposo:

-Debo exigiros una cosa antes de morir, y es que os volváis a casar cuando ya no esté

-¡Ah! –exclamó el rey- Vuestra preocupación es superflua. Yo no fantasearía con ella. Reposad tranquila.

-Sé lo que pensáis -repuso la reina-, teniendo en cuenta vuestro amor apasionado, sin embargo, para mi tranquilidad, quiero que me juréis, que si vos encontráis a una mujer más bella y más  inteligente que yo, la tomaréis por esposa.

La reina habló así en la confianza de que su atractivo no iba a encontrar rival y, por tanto, el rey no se casaría jamás.

El rey juró, con los ojos bañados en lágrimas, todo lo que la reina quiso y ella murió tranquila  entre sus brazos.

Jamás un marido llevó tanto duelo pues sollozaba de noche y de día, aunque todos pensaron que precisamente porque lloraba el recuerdo de su amada perdida, no continuaría viudo mucho tiempo dado que su afectuoso temperamento no podía vivir sin amor. Y no se equivocaban ya que, al cabo de algunos meses, el monarca quiso proceder a una nueva elección. Pero no era cosa fácil cumplir su juramento y que la nueva esposa superase en atractivo a la primera a quien él había idealizado en su memoria y que ahora descansaba en el mausoleo.

Mas ni la corte que abundaba en beldades, ni el campo ni la ciudad, ni los reinos de alrededor, ni en ninguna parte a donde se fue a buscarla, en ningún sitio, pudo encontrarse a otra igual. Sólo hubo una, aún más bella que la reina, y que incluso poseía ciertos  amables rasgos de carácter que la difunta nunca tuvo, pero esta criatura excepcional era su propia hija.

El rey descubrió un mal día ese parecido que aventajaba al de su esposa, y, enloqueciendo, razonó que por esta causa debía casarse con su hija; tan ciego estaba, que llegó incluso a consultar con hombres de leyes los cuales no dudaron en apoyar semejante disparate si tal era la voluntad del soberano.

Pero la joven princesa, triste al oír hablar de un amor tan absurdo, se lamentaba y lloraba día y noche.

Con el alma acongojada por la pena, la princesa fue a buscar a su Hada Madrina, que vivía lejos, en una gruta  ricamente tapizada de nácar y corales.

Su madrina era un hada admirable que no tenía rival en las artes mágicas, pues ella, no es necesario que os lo diga, era lo que debía de ser un hada en aquellos bienaventurados tiempos:

-Sé perfectamente -dijo el hada viendo a la princesa-, lo que os ha traído aquí, conozco de vuestro corazón la profunda tristeza, pero conmigo no tenéis que preocuparos, pues no hay nada que os pueda dañar si os dejáis llevar por medio de mis consejos.

Vuestro padre, es cierto, querrá casarse con vos. Escuchar su loca petición sería una falta muy grave, no obstante, sin contradecirle se le puede rechazar. Decidle que es preciso que él os dé, para teneros contenta, y antes de que aceptéis su proposición, un vestido que sea del color del tiempo. A pesar de todo su poder y toda su riqueza, aunque el Cielo le favorezca, no podrá jamás cumplir su promesa.

La princesa fue temblando a decirle a su enamorado padre lo que el hada le había aconsejado, y el monarca la escuchó, llamando acto seguido a los modistas más importantes, ordenándoles que si ellos no le obedecían con exactitud, creando una ropa que fuera  del color del tiempo, podían estar seguros que los mandaría encarcelar.

Pero el segundo día no había amanecido aún que ya le traían la ropa deseada. El más hermoso azul no tiene punto de comparación con el de aquel vestido de un celeste maravilloso sobre el que  parecían volar cien nubes doradas.

Estremecida de gozo y de dolor a un tiempo, la princesa no supo que decir ni comentar, y se entregó a la desesperación. Su madrina entonces volvió a aconsejarla:

-Princesa, pedidle un vestido, que, más brillante y menos común, sea del color de la luna. Él no podrá dároslo.

Apenas la princesa lo pidió, el rey le dijo a su maestro artesano en bordados:

-¡Que el astro de la noche pierda todo su esplendor en la comparación, y que, sin falta, en cuatro días me sea entregado el vestido del color de la luna!

Dentro del plazo fijado, el rico traje estuvo hecho tal como el soberano lo ordenase. En los cielos donde la noche despliega su velo, el astro nocturno era menos radiante en su ropaje de plata, que el vestido de la princesa, ya que el mismo despedía una viva claridad convirtiendo en pálidas a las estrellas.

La princesa admiró el maravilloso traje y estaba a punto de consentir en el matrimonio porque no encontraba escapatoria posible, cuando su madrina tuvo una inspiración, y al rey enamorado hizo que le dijese la princesa:

-No me sentiré satisfecha hasta que no tenga una ropa aún más brillante y del color del sol.

El rey que la amaba con un amor sin parangón, hizo venir incluso a un exquisito orfebre, y le ordenó engarzar  en un soberbio tejido de oro, diamantes y otras piedras preciosas, diciendo que si no era de su gusto la labor, le haría morir en medio del tormento.

Pero el monarca no tuvo que llevar a cabo su amenaza, pues el industrioso artista, llegando el fin de la semana, le mostró su obra, tan hermosa, tan viva, tan radiante que no tenía que envidiar al sol, cuando éste se pasea sobre la ruta de los cielos en su carro de oro, deslumbrando los ojos con  el estallido de su luz.

La niña, a quien estos dones acabaron de confundir, no supo que decirle a l rey y entonces el hada madrina cogiéndola de la mano, le susurró al oído:

-No es preciso continuar pidiéndole vestidos preciosos ya que está visto que puede regalároslos, pero hay una cosa que no podrá concederos nunca, muy a su pesar, ¿os acordáis del asno que llena los establos de oro cada mañana engrosando las arcas del reino?, pues pedidle la piel de este raro animal, como el asno es la fuente de sus riquezas, vos no la obtendréis jamás, o mucho me equivoco.

Aunque el hada era muy sabia, ignoraba todavía que el amor violento no tiene nada que le contente ni para él cuentan la plata y el oro, y así la piel del pobre asno fue entregada a  la princesa a la mañana siguiente, como esta había solicitado.

Cuando se le dio la piel del asno, la princesa  se espantó terriblemente llorando con amargura su triste suerte, y por su parte el hada madrina, también hizo acto de presencia lamentándose ante el inaudito hecho al comprender que el rey estaba dispuesto a todo con tal de conseguir casarse con su propia hija. Indignada a la vista de los acontecimientos, el hada aconsejó a la princesa que en ese mismo momento y hora era preciso que, sola y mal vestida, se fuera a cualquier reino lejano para evitar un disparate tan próximo y cierto como el de aquel matrimonio.

-He aquí –prosiguió el hada-, este cofre, donde meteréis todo vuestros vestidos, vuestro espejo y vuestro tocador, y todos vuestros diamantes y vuestros rubíes. Aparte os entrego mi varita mágica, pues teniéndola en la mano, el cofre os acompañará allá donde vayáis, siempre escondido bajo tierra y cuando lo queráis abrir, apenas el suelo haya tocado mi varita, enseguida aparecerá el arcón ante vuestros ojos, abriéndose, para que podáis cambiar de indumentaria. Los despojos del asno son una máscara admirable. Escondeos bien bajo esa piel repugnante, ya que nadie creerá jamás, que encierra algo tan bello.

La princesa de tal suerte disfrazada, se despidió con tristeza de su hada madrina, y en la fría madrugada del día de su boda, cuya fiesta se estaba ya preparando, aprestóse a iniciar la nueva vida que le presentaba un funesto destino.

Cuando en palacio se dieron cuenta de su huída, no hubo casa, camino o avenida que no fuera registrado buscándola, mas todo fue en vano porque nadie pudo adivinar en que dirección se había ido la princesa

Por todas partes se extendió una profunda tristeza, nada de bodas, nada de festines, nada de confites, nada de tarta. Las damas de la cortes estaban muy decepcionadas, ¿y que diremos del sacerdote que se encontró sin boda que oficiar?

La niña, mientras tanto seguía su camino, el rostro enmascarado bajo la horrible cabeza del pobre asno, y a todo el que pasaba le tendía su mano intentando buscar quien la compadeciese, pero incluso hasta los más desgraciados la veían tan asquerosa y tan llena de porquería, que no querían ayudarla, ni mucho menos llevar a sus casas a una criatura tan sucia

Entonces ella se marchó lejos, lejos, muy, muy lejos. En fin, tanto se alejó, que llegó a una alquería, en la cual la granjera necesitaba una fregona para lavar los trapos de cocina y limpiar el comedero de los cerdos.

Se la metió en un rincón al fondo de la cocina, donde los pinches no hacían más que importunarla con su insolencia, contradecirla y burlarse de ella; siempre estaban pensando en que trastada hacerle y de continuo la fastidiaban, estando la princesa  expuesta a menudo a todas sus bromas y a todos su insultos.

Cada domingo, la princesa tenía un poco de reposo, pues habiendo realizado por la mañana sus tareas, ella entraba en su habitación y cerrando la puerta, se lavaba y, después, abría el cofre, sacaba su tocador, colocando cremas, polvos  y perfumes delante del espejo, y contenta y satisfecha, se vestía con el traje color de luna, o con el resplandeciente del color de sol , o con el celeste color del tiempo, aquel que todo el azul de los cielos no sabría igualar, y también se entristecía de que tanta magnificencia no la pudiera ver nadie más.

Contemplarse así era su única dicha y esta dulce satisfacción la mantenía hasta el domingo siguiente.

¡Ah!, me había olvidado decir de paso, que esa alquería en donde se encontraba la princesa, hallábase entre las posesiones de un monarca, pues era como su parque zoológico  privado, ya que allí, se criaban gallinas de Berberìa, pintadas, cormoranes, pájaros almizclados, ánsares y otras mil aves exóticas, todas diferentes entre sí, que eran la envidia de muchas de las cortes extranjeras..

El hijo del rey iba a menudo a este lugar delicioso a la vuelta de sus cacerías para descansar, mientras tomaba algún refrigerio con los nobles de su corte. Piel de Asno le vio de lejos enternecida, admirando su aspecto marcial, digno de hacer temblar a los más fieros escuadrones, y ello le hizo comprender, impresionada por su apostura, que bajo la piel y los harapos que se veía obligada a llevar, todavía tenía el corazón de una princesa.

" -Su aire es majestuoso y amable al mismo tiempo –se dijo ella feliz- .Si él me viera con mis hermosos trajes me honraría como merezco pues ninguna dama de su corte podría comparárseme”.

Un día el joven príncipe errando a la aventura por la alquería, pasó cerca del ala oscura en la que de Piel de Asno tenía su humilde estancia y la curiosidad, le hizo mirar por el ojo de la cerradura.

Como era domingo, ella se había engalanado con uno de sus soberbios vestidos, el cual, entretejido en oro fino y con gruesos diamantes, igualaba al sol en su más pura claridad.

El príncipe se quedó sin aliento al verla, maravillado ante tanta hermosura y esplendor, pues el traje, unido a la belleza de un rostro de trazos finos, la  estrechez del talle, la blancura de su piel, la lozanía de su aspecto, su majestuosidad, en suma, le impresionaron llegándole al corazón, pero fueron más todavía las perfecciones que traslucía su alma, las que le robaron el corazón.

Llevado de su apasionamiento juvenil, por tres veces quiso el príncipe llamar a la puerta, pero, creyendo ver a una aparición irreal, por tres veces su brazo se detuvo y no llamó, retirándose pensativo a palacio en donde se pasó la noche y el día entre suspiros, rechazando ir al baile de Carnaval en cuyas fiestas se hallaban.

Entonces el príncipe comenzó a odiar la caza, las obras de teatro, perdió el apetito, todo le irritaba y ponía enfermo de una triste y mortal languidez porque creía que la dama de sus pensamientos era una ninfa escondida, una diosa, no una mujer vulgar.

-Esa que mencionáis–le dijeron-, es Piel de Asno, y no una ninfa ni precisamente hermosa, y se llama así a causa de la piel mugrienta con que se cubre.

El príncipe no supo que creer o que replicar, pero lo que habían visto sus ojos a través del agujero de la cerradura, no podía borrársele de la mente.

Mientras tanto, su madre la reina, que no tenía más hijo que él, lloraba y se desesperaba, rogándole en vano que declarara cual era la naturaleza del mal que le aquejaba, pero él gemía y suspiraba y al final, lo único que dijo fue que Piel de Asno le hiciese un pastel por su propia mano, y al escucharle, la reina no entendió lo que el príncipe quería.

-¡Oh, Cielos, Señora -le explicaron los oficiosos cortesanos-, esta Piel de Asno es más fea que picio y está más pringosa que el más sucio marmitón!

–No importa -dijo la soberana que amaba a su hijo sobre todas las cosas–, es preciso satisfacer ese capricho, porque es al príncipe a quien debemos cuidar.

Ya que la reina le quería tanto, que si el príncipe hubiera deseado comer oro, oro le habría sido servido en su mesa.

Habiendo recibido la orden real, Piel de Asno se encerró en su cuartito, no sin haber cogido harina, sal, mantequilla y huevos frescos para elaborar un sabroso pastel. Pero antes se lavó, vistiéndose después con sus mejores galas para realizar dignamente su tarea.

Se dijo luego, que ella amasaba el pastel muy apresuradamente y que de su dedo, por azar, cayó en la pasta una de las ricas sortijas que llevaba, pero aquellos que afirman saber el fin de esta historia aseguran que la sortija fue introducida a propósito en la masa, y francamente, yo les creo, pues supongo que la princesa se apercibió el día en que el príncipe la  estaba espiando.

En este aspecto las mujeres tienen un sexto sentido sabiendo sin ver, antes que nadie, muchas cosas, y así la princesa debió pensarse que en cuanto su enamorado se la encontrase en el pastel sabría captar el mensaje que le enviaba través de la sortija.

El príncipe devoró tan ávidamente el pastel que por poco se atraganta con la sortija, mas cuando vio la admirable esmeralda y el círculo de oro estrecho que marcaba la forma del dedo, el corazón se le llenó de gozo, guardándola bajo su almohada, aunque no por eso mejoró. Los sabios médicos, que le veían adelgazar de día en día, juzgaron, debido a su experiencia, que el príncipe estaba enfermo de amor, y como el matrimonio es el mejor remedio para este tipo de enfermedad, se concluyó que había que casarlo, a lo que el joven, haciéndose de rogar un poco, dio al final su consentimiento imponiendo una condición.

–Sólo me casaré con la persona a quien le vaya bien este anillo.

Al escuchar la extraña petición, el rey y la reina se sorprendieron mucho. Pero como el príncipe estaba tan mal no se atrevieron a decirle que no, suponiendo, para consolarse, que el anillo debía pertenecer a una persona de rango y que ella haría acto de presencia en afirmación de sus derechos.

En cuanto el rumor corrió, todas las doncellas supieron que había que tener unos dedos muy finos para que la sortija  pudiera irles bien, y como no todas las jóvenes los poseían finos y delicados, hubo charlatán que hizo fortuna recomendando ungüentos para adelgazarlos, aunque otras muchachas, impacientes, se los recortaron antes. con objeto de ser las primeras en probarse aquella sortija.

El ensayo dio comienzo con las jóvenes princesas, las marquesas y las duquesas, pero sus dedos, aunque delicados, eran demasiado gruesos y no entraban, siguieron las condesas y las baronesa y todas las nobles damas. Mas presentaron su mano vanamente. Después vinieron las modistillas que tenían los dedos bonitos y menudos, e incluso había dedos muy bien hechos que parecían ajustarse al anillo.

Sin embargo, la sortija, resultaba siempre o muy pequeña o demasiado grande. Como era preciso probársela a todo el mundo, se llamaron a las criadas, a las cocineras, a las campesinas, a las cuidadoras de pavos, en una palabra, a cualquier mujer por baja que fuese su extracción social, o sea, tanto aceptaron a las de manos bastas como antes aceptasen a  las de manos delicadas.

Después de muchas pruebas, se creyó llegado el final, pues ya no quedaba nadie más que la pobre Piel de Asno allá en el fondo de su olvidada cocina.¿Mas cómo creer, se decían, que el Cielo la hubiese destinado a reinar?

El príncipe ordenó:

-¿Y por qué no?, ¡que la hagan venir!

Al oírle, todos soltaron la carcajada, comentando en voz muy alta:

-¿Quién había de decirlo?  ¡Mira que hacer entrar aquí a esta sucia zarrapastrosa!

Pero cuando la joven sacó de bajo su negra piel de asno una pequeña mano que parecía de marfil, y la sortija se le ajustó perfectamente al dedo, la corte entera se quedó estupefacta al no poder comprender lo que allí estaba sucediendo.

Como la sortija estaba en su dedo, se la quiso llevar a presencia del rey, pero ella pidió que antes de aparecer delante de su señor y amo, se le permitiese el cambiarse de vestido. Al oírla todos se echaron a reír, pero cuando llegó al apartamento real atravesando las salas con sus radiantes vestiduras que no tenían igual, con sus hermosos cabellos rubios entrelazados con luminosos diamantes de irisados rayos, con sus dulces ojos azules, grandes y rasgados, llenos de majestad, dueña de un talle tan menudo y esbelto, que con dos manos se le podía ceñir, en fin, mostrando su encanto y su divina gracia, los nobles se rindieron ante la bella desconocida. .

Todo eran murmullos de admiración y desconcierto, los reyes no salían de su asombro y el príncipe estaba loco de alegría al haber hallado a su bienamada.

Para las bodas, se hicieron grandes preparativos. El monarca rogó a todos los reyes del entorno, poderosos y magníficos, que dejaran sus estados con ocasión del gran día. Y se vio llegar desde Oriente, montados sobre grandes elefantes, a  soberanos de imponente aspecto que infundían gran respeto a los niños pequeños, aunque no sólo de Oriente llegaron escoltados por sus ricos séquitos, sino, también, de todos los lugares del mundo.

Pero ningún monarca, príncipe, o ningún potentado, pareció ser tan brillante como el padre de la desposada, quien de su hija en otro tiempo enamorado, habíase curado de tan extraña pasión, no quedando de ella más que un vivo amor paternal.

–¡Bendito sea el Cielo que quiere que yo te vuelva a ver, mi querida hija!- dijo el rey llorando de gozo mientras la abrazaba tiernamente, lo cual, hizo comprender  a sus futuros suegros y al príncipe, el noble origen de Piel de Asno

En este momento llegó el hada madrina quien contó toda la historia, y por su relato la princesa se acabó de llenar de gloria, de lo cual se deduce que es preferible pasar calamidades que faltar a nuestro deber, que la virtud puede conocer el infortunio, pero que siempre vence, que contra un loco amor y sus ardientes transportes, la sensatez es más fuerte que cualquier otra consideración.

El cuento de Piel de Asno es difícil de creer, pero en tanto que en el mundo haya niños, madres y abuelas, se conservará en nuestra memoria para siempre.

Traducido del original francés por Estrella Cardona Gamio


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