UN
HOGAR LLAMADO TIERRA
por
Estrella Cardona Gamio
A finales de febrero
del presente año, saltó a los medios de comunicación una noticia
en la que se informaba de que en el pequeño archipiélago de Tuvalu,
situado en el Pacífico Sur, el nivel de las aguas, debido al calentamiento
terrestre, estaba subiendo a niveles alarmantes, hasta el punto
de que iba a barrer, tragándoselo, el conjunto de islas que lo forman,
habitadas por 11.000 ciudadanos.
Los
problemas que tal hecatombe comporta se presuponen, emigración masiva
y búsqueda de nuevas tierras en donde vivir, extremo este bastante
difícil cuanto que ni las Fidji, ni Australia han respondido a la
petición de ayuda de los tuvalenses, y Nueva Zelanda, último recurso,
se lo estaba pensando a la hora de redactar estas líneas.
La
noticia que acabamos de leer, viene a unirse a otras cotidianas,
no menos inquietantes y desagradables: petroleros que sufren accidentes
en alta mar, o cerca de las costas, ríos, o cotos, que se contaminan
con vertidos altamente tóxicos, escapes radioactivos, polución atmosférica
imparable, deforestación o incendios, etc., etc.
Dejamos
atrás el siglo XX, pero el XXI no parece ofrecer mejores perspectivas
en un mundo obsesionado por conquistar, y colonizar, otros planetas,
Marte por ejemplo. Un planeta que estuvo vivo y ahora está muerto,
o bien la Luna, nuestro satélite. ¿De qué sirve trasladarnos a estos
vecinos cuando el problema lo acarrea el ser humano allá donde vaya?
Hace
años leí, que los restos gloriosos del pasado de la Tierra, leáse
ruinas arqueológicas, es una herencia que hemos recibido y con la
cual nuestros tatarabuelos, y posiblemente nuestros nietos, se han
enriquecido culturalmente y se enriquecerán, pero en un futuro no
demasiado remoto, la herencia que el hombre dejará de su paso, (no
se sabe a ciencia cierta a quién), será únicamente basura, toneladas
y más toneladas de basura.
Expresarse
así no es catastrofismo sino sencillamente sentido común. Voces
muy sensatas ya lo empezaron a advertir allá por los años 60 del
siglo pasado, pero no se las tomó en consideración, o se las consideró
subversivas, o se las tildó de fantásticas, y, por ende, desorbitadas,
y muy pocos les hicieron caso.
Debemos
decir que el primer aldabonazo a la conciencia colectiva lo dio
la bióloga y escritora Rachel Carson, a quien podríamos denominar
con toda justicia fundadora del movimiento ecologista, con su inquietante
libro Primavera silenciosa, Silent Spring (1962),
en el que se denunciaba la presencia de pesticidas en todos los
seres vivos de nuestro planeta, desde los polos a cualquier selva
escondida, pasando por la leche de las hembras de los mamíferos.
Y esto, que debiera de haber bastado para alertar a la población,
no lo hizo, porque enseguida las industrias químicas replicaron
minimizando, cuando no ridiculizando, el "presunto" problema,
y las gentes se dijeron que no había para tanto y "que alguien
encontraría la solución"... Fórmula que se viene repitiendo
desde entonces siempre que surgen incordios de este tipo.
Rachel
Carson nos habla en su libro de cómo los pesticidas pueden acabar
con los insectos, y, sin éstos, las flores que se benefician de
su polinización, desaparecer, siendo, un mundo sin flores, un mundo
sin frutos, y consecuentemente, la extinción mayoritaria de fauna
y flora.
Bien,
entonces, en los ya lejanos y despreocupados 60, contar historias
semejantes parecía de ciencia ficción y el público lo estimaba demasiado
fantástico como para convertirse en una realidad, ya que más bien
recordaba las novelas de Asimov o de Arthur C. Clarke, que otra
cosa, pero, las décadas han ido transcurriendo y actualmente ya
es vox populi que cada año desaparecen de la Tierra miles
y miles de especies de animales y de plantas; no es ciencia ficción,
no es alarmismo tendencioso, es la verdad, y, además, comprobable.
En
1979 J.E.Lovelock emite su famosa hipótesis sobre GAIA, nuestro
propio planeta, al escribir su conocido y criticado libro: GAIA
UNA NUEVA VISIÓN DE LA VIDA SOBRE LA TIERRA.
En definición del
griego Hesiodo, GAIA es la Madre Tierra, un ser vivo, y esto es
demasiado fuerte para ser asimilado de buenas a primeras porque
la Tierra no puede estar viva, en la muy respetable opinión de algunos.
¿Qué es la Tierra
entonces, continentes y océanos, una atmósfera, y no hay nada más
que decir?... Tal vez sólo un pequeño comentario que se presta a
la reflexión: nuestro planeta, sin agentes contaminantes que lo
desestabilicen, es una entidad autónoma que se basta a sí misma
para que en ella surja la vida; está, o estaba mejor dicho, perfectamente
equipado para sobrevivir por sus propios medios, ya que, en palabras
del mismo J.E.Lovelock "la biosfera es una entidad autorregulada
con capacidad para mantener la salud de nuestro planeta mediante
el control del entorno químico y el físico".
En 1958, apareció
en la revista American Scientist, un trabajo firmado por
Alfred Redfield, en el cual se hablaba de un control biológico de
la atmósfera y de los océanos, o sea, la misma autorregulación que
se menciona en la teoría de GAIA. Y mucho antes, en pleno siglo
XIX, Gustav Fechner, sabio alemán, teorizaba acerca de que la Tierra
estaba viva poseyendo una intrínseca consciencia colectiva.
Si comparamos a la
Tierra con una célula, veremos que no difieren gran cosa la una
de la otra en lo que a sistema de autoabastecimiento se refiere,
y, si hilando mucho más fino, nos dedicamos a estudiar el firmamento
con un telescopio, descubriremos singulares afinidades de vida que
pueden asemejarse a la nuestra; los astros nacen, tienen infancia,
juventud, madurez, envejecen y mueren. Se agrupan formando colonias,
acaban en un agujero negro y reaparecen eyectados por una fontana
de luz, mientras que a los cometas podemos equipararlos con espermatozoides
y a los planetas con óvulos.
No es delirio; la
teoría fue emitida por el astrofísico británico, sir Fred Hoyle
por otro lado novelista de ciencia ficción y al que pertenece
aquella célebre frase de que la literatura permite hablar de cosas
que la ciencia oficial imposibilita, y la ciencia oficial
le ha tenido que dar finalmente la razón ya que se ha comprobado
que el paso de un cometa trae vida, o sea, fecunda.
Olaf Stapleton, psicólogo,
escritor y filósofo también inglés, llega a decir en una de sus
novelas, Hacedor de estrellas, que los propios astros pueden
ser inteligentes y de esta manera ponerse en comunicación con el
hombre. Teilhard de Chardin, por su parte, llegó a mencionar a "unidades
estelares pensantes", y el astrónomo V.A. Firsoff, escribe
en su libro Vida, mente y galaxias: "Es de esperar que
una estructura, relativamente complicada como es la Galaxia, que
guarda semejanza con un organismo y posee una especie de metabolismo
nuclear en vez de químico, tenga una especie de mente, tal vez de
un orden superior."
Quién sabe, igual
las galaxias son seres vivos y pensantes, inmensos cuerpos
construidos por miles de millones de soles, sus planetas y el polvo
cósmico, ese caldo estelar tan rico en potencial creador, según
afirman los astrónomos.
Volviendo a GAIA,
a este diminuto y vulnerable planeta que devastadoramente habitamos,
hemos de pensar sólo una cosa: la Tierra está viva...aún, es nuestra
morada y no vamos a abandonarla sucia y destrozada, como una casa
en ruinas, para buscarnos el futuro en otros mundos, adecuadamente
muertos por otra parte, con la finalidad de concluir realizando
el mismo programa desestabilizador...
No tiene objeto,
por muy inconsecuente que sea la especie humana, y todavía estamos
a tiempo de salvar nuestro entorno, si verdaderamente nos lo proponemos...
En el caso contrario queda una segunda opción.
Imaginemos al planeta
Tierra convertido en un estercolero, y a sus habitantes emigrando
gozosos a bordo de naves interplanetarias, pero transcurre el tiempo,
los siglos, y la Tierra se regenera, y la vida vuelve... Tal vez
una vida algo distinta a la que conocemos, ya que, lógicamente,
habrán tenido lugar mutaciones, mas es vida, y de nuevo luce el
cielo azul y las aguas están limpias y todo nace otra vez, porque
GAIA, como dice Lovelock, sabe esperar, y para ella, mil años, dos
mil, cien mil, un millón o más, pueden ser sólo un lapso de tiempo
infinitamente breve en un sistema solar habituado a hacer sus cuentas
en base a cantidades de más de siete dígitos.
No lo olvidemos,
nosotros podemos infectar la Tierra, pero tanto si la abandonamos
como si nos extinguimos, la huella de nuestro paso encima de su
superficie, únicamente habrá sido el de una enfermedad. Reflexionemos
sobre este punto.
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