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Marisa Villardefrancos - Copyright foto Vicente Maciá Hernández

Dossier Marisa Villardefrancos In Memoriam

VICENTE MACIÁ HERNÁNDEZ HABLA DE MARISA VILLARDEFRANCOS

Estrella Cardona Gamio:Tú que fuiste un gran amigo de Marisa Villardefrancos, que estuviste incluso a su lado en sus últimos momentos, ¿podrías hablarnos de ella?

Hace años que desapareció físicamente, después de una vida dividida entre la literatura y la enfermedad, pero antes de fallecer su nombre había ido olvidándose y muy injustamente, ya que fue una excelente novelista que mereciera mejor destino y existencia, por ello contamos contigo para que nos hables de ella. Muchas gracias Vicente.

Vicente Maciá Hernández: Me pides que te hable de Marisa Villardefrancos, y me quedo un poco anonadado por tamaña responsabilidad. Ella fue una mujer "tan grande" y yo un hombre tan pequeño, que me causa temor y desazón el no poder explicar debidamente como era esta mujer, ya que como mucho sólo podré contar como fue mi relación con ella. Relación, por otra parte, un poco borrosa por los treinta y tres años que han pasado desde su óbito.

Pienso mucho en ella, y curiosamente hasta me sorprende que la gente la conozca como novelista. Yo no pienso en ello ya que Marisa para mí no fue una novelista, fue mucho, mucho, mucho más. El hecho de escribir novelas era una sola de sus facetas y no creo que la más importante, para mí Marisa fue una especie de ángel caído del cielo que yo tuve la suerte de conocer, fue la persona que me hizo maduro en el sentido espiritual, fue como una segunda madre, ya que si la primera me dio la vida, ella me enseñó la forma de vivirla, la forma de ser mejor y la forma de trascender las cosas triviales y hacerlas mágicas.

Siempre recordaré con un sentimiento muy especial, la primera vez que vi a Marisa. Esta vivencia es muy fuerte, lo recuerdo todo, como era ella en ese momento, como estaba su casa, luz, olores, sentimientos. Muchos recuerdos posteriores se han borrado, pero ese día todo fue muy vivo, muy real. Fue un recuerdo de los que trascienden tiempo y espacio y pasan a formar parte de nuestra alma.

Yo era en esos momentos (1.965) un chico de apenas veinte años, y con más problemas y complejos de los que podía cargar encima de mí. Timidez, introversión, madre autoritaria, problemas familiares de toda índole, inmadurez, verde como una cebolla en casi todas las cuestiones. Total, un desastre en todos los sentidos. Una compañera de trabajo –que años después se convirtió en mi esposa-, le habló de mí a una amiga íntima, que casualmente era la secretaria de Marisa. Bueno, y ahí empezó todo.

Sin lugar a dudas la secretaria le habló a Marisa de mí y Marisa, que sentía debilidad por los muchachos con problemas, me mandó llamar.

Yo me sentí un poco cohibido y un mucho halagado de que una mujer "escritora aún famosa" quisiera conocerme, y siempre recordaré que una tarde de sábado a eso de las cuatro de la tarde me presenté en su apartamento. Fue todo un shock, yo hasta entonces sólo había conocido a gente más o menos normal, y Marisa era todo menos normal. En primer lugar su presencia física no era nada agradable por lo que la primera impresión te echaba hacia atrás. Una enfermedad le había deformado el cuerpo, y sobre todo las manos. Eso duraba unos segundos, apenas nada, luego, inmediatamente ella te envolvía con su atmósfera. Esa persona dimanaba "algo" que no he vuelto a encontrar en ninguna otra. Y ese algo, treinta años después aún no sé que es. Para mí fue mágico. Nos sentamos, tomamos café y hablamos, y hablamos, y hablamos. Las horas pasaban y la conversación no tenía fin. Se habló de la juventud, de los problemas, del bien, del mal, de la vida, de la muerte, de Dios. De tantas y tantas cosas que yo me quedé embriagado de ver que había personas con las que se podía hablar de cosas importantes. No de banalidades, no. Allí hablamos de cosas trascendentes. Y aquella mujer, con su cultura impresionante –nunca más he vuelto a conocer una persona tan culta-, hablaba conmigo, pobre adolescente paleto, como de igual a igual. Sinceramente me emborraché de su verbo, de su luz y de su magia. Las horas pasaron y pasaron sin yo notarlas. No podía apercibirlas porque sin darme cuenta había entrado en un mundo que el espacio-tiempo estaba distorsionado. De momento miré el reloj y eran las dos de la madrugada ¡Dios mío! No era posible. Me levanté y me fui. Había descubierto un mundo nuevo, un mundo que creía que no existía pero que era real, el mundo de la cultura y de la filosofía.

A partir de ese día mi contacto con Marisa fue casi diario. Siempre que podía acudía a su casa, y ella siempre tenía tiempo para mí. Entonces ella también tenía muchísimos problemas, sobre todo de salud y económicos. Su salud empeoraba a días vista y prácticamente su sueldo entero se lo dejaba en la farmacia. Nosotros, "sus chicos", reíamos ante tal cantidad de fármacos y ella reía con nosotros, pero la verdad es que se estaba muriendo día a día.

Había firmado un contrato con Bruguera que la obligaba a escribir no sé cuantas novelas al mes, tres o cuatro, creo. Y ni su salud ni sus circunstancias personales la acompañaban para cumplir con tal trabajo. Debido a eso ella, en un magnetófono, iba dictando las novelas cuando podía y cuando su salud se lo permitía. Y la secretaria, luego, las iba pasando a limpio. A veces las fechas llegaban y las novelas no estaban, entonces todos nosotros echábamos mano de nuestras máquinas de escribir y poníamos nuestro pequeño granito de arena para cumplir con sus plazos que eran incumplibles.

Pero a pesar de todo, Marisa estaba acostumbrada a la enfermedad y a los problemas. Había días que no podía con su alma, pero siempre tenía, a pesar de ello, tiempo para nosotros, tiempo para mí y para tantos y tantos chicos que pasaban por su casa.

Con ella empecé a conocer a Platón, a Aristóteles, a Kant, a San Agustín, a Teilhard de Chardín, a Pascal, a Kierkegaard, a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz. Ella no daba clases magistrales, simplemente las exudaba, y yo estaba a su lado empapándome de amor, de sabiduría, de filosofía, de psicología. Mis pequeños problemas de adolescente se fueron yendo poco a poco e iban siendo sustituidos por los retazos de sabiduría de los grandes de la humanidad, que a mí me iban llegando tamizados por el amor y el cariño de Marisa.

Cada dos por tres, Marisa se volvía a Madrid, y entonces nosotros nos quedábamos como huérfanos. No sabíamos que hacer, ni que decir, ni en que emplear nuestro tiempo ya que la casa de Marisa era para todos nosotros como una especie de club en el que siempre había una conversación agradable e interesante, una coca cola y unas patatas fritas. Poco más, porque ni Marisa tenía un duro, ni nosotros tampoco.

También recuerdo que mi madre –una mujer posesiva-, se presentó un día en casa de Marisa para averiguar en que sitio pasaba su hijo tantas horas. Yo temblé de pensar en dicha entrevista, pero contrariamente a lo esperado, Marisa enamoró también a mi madre llegando a ser buenas amigas, ¿y quién no?

Siempre recordaré a mi madre –hoy ya fallecida-, en el entierro de Marisa, llorando como una Magdalena y con un ramo de flores en la mano sin saber que hacer con él.

Cuando Marisa se iba a Madrid, repito, estábamos deseando que llegara un puente para escaparnos e irnos a la capital de España a verla. Y allí, en Zurbano, disfrutábamos de su compañía y conocíamos a gente interesante, a gente de la radio, del teatro, del cine y nosotros, pobres provincianos, creíamos rozar el cielo.

Marisa, todo hay que decirlo, tenía sus defectillos. En primer lugar tenía sus preferencias, quería a los chicos más que a las chicas. Yo creo que se sentía más a gusto con nosotros. En segundo lugar también nos pegaba broncas de vez en cuando, a su modo. Las pegaba muy a lo "gallego". Era celta, muy socarrona. Recuerdo que a mí me decía a menudo que los levantinos éramos muy fenicios, éramos gente práctica al contrario de los gallegos que eran muy románticos, muy de dejar volar la imaginación. Ella sí, ella era una gran romántica, ella no era del todo de este mundo. Yo antes de conocerla era ateo convencido. Después de conocerla ya no lo fui más, pues pensé que si existían seres como Marisa es que de algún cielo debían de haber caído.

La salud de Marisa empeoraba por momentos, la última vez que vino, apenas con las maletas deshechas, enfermó más. La fiebre era altísima, de modo que una vez la vio el médico, ordenó su ingreso en el Hospital de San Vicente del Raspeig. Su fiebre era altísima y no había forma de bajársela. Marisa era alérgica a la penicilina y así lo hicimos constar en el hospital y así constaba en su expediente médico que ella siempre llevaba consigo, no obstante los médicos dijeron que la única forma de bajarle la fiebre era la penicilina y eso hicieron. Apenas le quitaron la aguja murió.

Entre todos velamos a Marisa durante tres días –era cataléptica y ella nos lo había insistido muchas veces-, y a los tres días la enterramos en San Vicente.

En su lápida puse simplemente su nombre, la fecha de su defunción y una leyenda que creo que resumía su vida. Puse VIVIÓ PARA LOS DEMÁS.

No quiero cerrar este comentario sobre ella, sin apuntar algo muy importante, la religiosidad en Marisa. Ella era creyente, creo que al principio en el sentido beato de la palabra, ya que así me lo comentó muchas veces, pero la muerte de su hermana Gloria la hundió. Su religiosidad ya no fue la misma, era una vez triste, otras veces rebelde, algunas veces exultante y otras veces negra. Nunca digirió la muerte de Gloria y creo que a veces hasta echaba piedras al cielo que luego le caían encima. Aún así intentaba inculcarme espiritualidad –que no religiosidad-, y tengo que decir que lo consiguió.

A veces bromeábamos sobre la muerte y ante mi nihilismo me decía "no te preocupes, Vicente, que cuando muera vendré y te daré un tirón de orejas para que sepas que sí que existe el más allá". Yo le sonreía y le decía "eso espero".

Marisa murió y nadie me dio jamás un tirón de orejas, pero un día, varios años después de su muerte, fui al cementerio como de costumbre para arreglar su tumba. Paré el coche en la fachada principal, abrí la portezuela, apoyé el pie izquierdo en el suelo y sentí un trallazo como nunca en mi vida había sentido y como creo que nunca volveré a sentir. Algo se incendió dentro de mí, sentí que el tiempo se había parado, que todo era luz, que el trino de los pájaros era diferente, y los olores, y la luz del sol, y el aire, y la vida. Nunca he sabido como nombrar a aquello "éxtasis, percepción de otra realidad, tocar el cielo". No sé que me pasó, aunque escribiera sobre ello mil páginas no podría ni acercarme a relatar aquello, pero de lo que sí que estoy seguro es de que me pasó. Tengo que añadir a mi escrito que jamás he tomado drogas y soy abstemio ya que no quiero dar una impresión falsa sobre esto.

¿Qué pasó? Sinceramente no lo sé. ¿Fue ese el tirón de orejas de Marisa? Lo he pensado muchas veces pero no me atrevo a decirlo.

Sé que muchas veces he vuelto, he aparcado en el mismo sitio, he sacado mi pie izquierdo, lo he apoyado en el suelo esperando de nuevo el milagro y nunca más se ha producido.

A veces, cuando hago eso, me imagino que Marisa se ríe de mí socarronamente, a lo gallego y me dice "Vicente, eres un fenicio"...
_________________________________________________________________________________ © 2008 Vicente Maciá Hernández
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