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UN LARGO CAMINO DE CIEN AÑOS 8 de diciembre, 2008 La primera vez que vi, de una forma consciente, la Pedrera de Gaudí, o Casa Milà, lo hice de la mano de mi padre. Yo era muy pequeña entonces y recuerdo que la contemplé con curiosidad, la curiosidad propia de una criatura a quien le señalan un monumento que no entiende mientras su padre le dice: -Fíjate, hijita, esta casa se construyó mucho antes de que tú y yo naciéramos y seguirá en pie cuando ya no estemos. Papá solía hablarme así, como si yo fuera una persona mayor y pudiera comprenderle perfectamente en sus elucubraciones a veces casi filosóficas para compartir con una niña de seis años, una niña de entonces no de ahora. Miré la casa con interés y luego le dije: -Es una casa rara. Y en efecto, lo era, lo sigue siendo, una casa avanzada a su tiempo cuando fue construida y una casa que sigue siendo moderna, futurista, en la actualidad. Después, con los años, al ir creciendo, he vuelto a pasar muchas veces delante de ella y la continúo viendo igual que el primer día, una casa extraña, como trasplantada de un mundo de cuento de hadas, y que no ha envejecido en todos estos años. Sí, mi padre tenía razón, cuando ya no estemos, ni él ni yo, la Pedrera continuará imperturbable con su aspecto innovador y mágico eso si las urgencias de la vida moderna, y sus ansias de velocidad, no acaban antes con ella, caso de no hacerlo también, porque hay donde elegir, esa manía de restaurar fachadas en claro atentado al respeto histórico. Él ya no está, mi padre quiero decir, se fue pronto hará treinta años, en febrero del que viene, y la Pedrera continúa en pie, causa de admiración de propios y foráneos. Este diciembre, el día ocho, es el aniversario de papá, su centenario y él no está para celebrarlo, como tampoco está Mercè Rodoreda, curioso que los dos nacieran el mismo año y conocieran parecidos avatares, una Guerra Civil, el exilio de Rodoreda y tres años fuera de la vida de mi padre, tres largos años, después la triste posguerra y el peso de aquellos tres años marcándole para siempre hasta la vejez... Sólo la Pedrera, como un trasunto de eternidad, de esta pequeña eternidad nuestra, permanecía, permanece y permanecerá para recordarnos que no somos piedra y, aunque la piedra también conoce su fin al disgregarse, siempre nos lleva ventaja, porque la piedra carece de memoria pero nosotros no. La casa Milà ha sido el primer monumento del que fui consciente, un recuerdo que unir a otros dos muy significativos relacionados con papá, tesoros como esos que al ser niños guardamos en una vieja caja de zapatos y que nunca olvidaremos al hacernos mayores; son recuerdos amigos de los que echamos mano cuando necesitamos algo amable que disipe preocupaciones sirviéndonos de refugio. Uno de ellos es éste, la Pedrera un manchón gris claro, el cielo azul y el bullicio del Paseo de Gracia en torno nuestro. No sé por qué, pero desde entonces siempre he asociado a la Pedrera con el buen tiempo, un día de primavera o quizás de verano, y papá y yo paseando, mi pequeña mano en la suya. Pero en la caja mágica hay más recuerdos dormidos y que nada tienen que ver con la arquitectura, uno y muy importante, por ejemplo, el día en que mi padre me enseñó lo que es el concepto de la belleza, fue cuando le dije que los escarabajos eran "unos bichos feísimos". Papá me miró muy serio respondiéndome: -¿Has pensado lo que diría un escarabajo de ti?, ¿crees que le parecerías guapa? No supe que responderle y él continuó: -El escarabajo es un animalito muy hermoso... -¡No lo es, tiene patas y cáscara y no tiene cara! –exclamé convencida interrumpiéndole. -No es una persona, es un insecto y dentro de los de su especie es magnífico, está muy bien diseñado, matemáticamente, y la belleza es eso, hija mía, precisión y perfección, no hay patrones para ella. Lo que tú llamas "cáscara" es el caparazón, y eso de que no tiene cara no es cierto, lo que no tiene es "nuestra" cara que es algo muy distinto... Ellos son diferentes, como lo es un gato de un cisne, pero no son feos... No podemos juzgar a los demás intentando aplicarles nuestro punto de vista ni creer que lo más hermoso es el ser humano, simplemente porque nosotros somos personas y ellos no... En la naturaleza existe mucha belleza repartida mas no siempre nuestros ojos saben apreciarla. Tenía razón, pero en aquel momento no supe comprenderle, mucho más tarde sí pues hasta encuentro belleza en una araña porque la tiene si superamos el impacto inicial que nos produce su aspecto. Otro recuerdo, de los primeros atesorados en la caja, es sin duda cuando mi padre me enseñó a leer y a escribir, papá era maestro pero por razones obvias no podía ejercer en aquellos tiempos. Recuerdo la emoción del momento en que me mostró el libro con el que iba a aprender. Un método muy inteligente de enseñanza. Papá, que era sumamente meticuloso, lo forró con un papel grueso de color beige claro –el que empleaba mi madre para hacer patrones ya que por aquellas fechas estaba aprendiendo corte y confección-, y así continúa, como si el tiempo no hubiera transcurrido, a salvaguarda el libro del manoseo, y sin páginas dobladas ni borrones de tinta, pero cuya cubierta llenó papá con mi nombre escrito en todos los idiomas que él conocía, y que eran bastantes. Empecé con "mi mamá me mima" y seguí con "mi mamá me ama" y "amo a mi mamá". Era fascinante, comenzaba a dominar la palabra escrita, y para una personita como yo a quien le gustaba tanto que le leyeran cuentos fue el gran descubrimiento, desde entonces no he parado de leer... ni de escribir. Este manual incluía también diferentes tipos de letra para que los niños nos familiarizásemos con ellas si nos las encontrábamos en otros libros, y eso sí que fue difícil para mí y lo que me costó más de asimilar, pero papá no cedió a mis lloriqueos, afortunadamente. Los dibujos del libro eran bastante modernos, mamás y papás años 30 y estaban realizados a plumilla. También había un cuento al final que era como la revalida, un cuento de ratones no muy largo que debías leer en voz alta para demostrar los conocimientos obtenidos, y cuando lo hice a trompicones y oí que papá me decía, él, que era siempre comedido en alabanzas: muy bien, lo has leído muy bien, me sentí tan feliz como nunca después me haya sentido al examinarme; ¡ya era grande, ya sabía leer! Conservo el libro y de vez en cuando vuelvo a hojearlo en el intento, bastante frustrado, de regresar a la infancia, entonces me vienen a la memoria los esfuerzos que hacía porque todo aquello me entrase en la cabeza y mi impotencia cuando las vocales no se acomodaban en el sitio preciso al reproducirlas trabajosamente en el cuaderno rayado, primero a lápiz y más tarde, un grado nuevo en la sabiduría que tanto costaba de entrar, con pluma de mango de madera y plumilla de metal que invariablemente acababa con la punta abierta de tanto apretar. El olor de la tinta me gustaba, me sigue gustando más como recuerdo que no como realidad, y va unido a la luz del sol incidiendo sobre las páginas del cuaderno, al balcón abierto y al calor que entraba de la calle, supongo que eran la primavera o verano de entonces –es curioso, siempre el sol y el buen tiempo están asociados a mi padre en el recuerdo-, y a papá entonces a mi lado atento a que no cometiera disparates o me distrajese contemplando las musarañas, siempre con el libro cerca, abierto o cerrado, como si fuera un pequeño amigo dispuesto a ayudar. Hoy papá no está, se lo llevó la diabetes pronto hará 30 años, y solamente, a mi hermana y a mí, nos queda su recuerdo, fotografías, cartas, postales y el eco de sus palabras cuando, por ejemplo nos decía: -La vida trae muchos sinsabores, hijas mías, pero siempre que éstos
aparezcan contemplad el cielo por la noche, veréis tantas estrellas
en la inmensidad que comprenderéis lo pequeños que somos, lo insignificante
que es el ser humano y sus preocupaciones, eso os hará entender donde
estáis y lo poco importante que es, aunque no lo parezca, aquello que
os inquiete.
© 2008 Estrella Cardona Gamio
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