LA HISTORIA DEL CALIFA CIGÜEÑA | |||
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—¿Cómo
es que tienes este aire tan pensativo, Gran Visir? El
Gran Visir cruzó los brazos sobre su pecho, hizo una reverencia
a su señor y respondió: —Señor,
no sé si tengo el aire pensativo o no, pero allá abajo al final
del castillo hay un mercader con cosas tan bonitas que me sabe mal
no tener más dinero para podérselas comprar. El
Califa, que hacía tiempo tenía ganas de regalar algo a su Gran Visir,
envió un esclavo a buscar a aquel mercader. El esclavo volvió al
poco rato en compañía del mercader. Era un hombre pequeño, corpulento,
de cara morena y llevaba el vestido hecho jirones. Acarreaba una
arqueta con toda clase de artículos, perlas y anillos, pistolas
bellamente adornadas, jarrones y peines. El Califa y su Visir lo
examinaron todo minuciosamente y, finalmente, el Califa compró unas
pistolas muy bonitas para él y para Mansor. Justo en el momento
en que Mansor iba a cerrar la arqueta, el Califa vio un pequeño
cajón y preguntó si aún había más cosas. El mercader abrió el cajón,
y en su interior pudieron ver un estuche que contenía unos polvos
negros y una hoja de papel con una escritura singular que ni el
Califa ni Mansor sabían leer. —Hace
ya tiempo, me los dio un comerciante que venía de la Meca —dijo
el mercader—. No entiendo lo que dice; os los puedo servir a un
precio mínimo porque no sé qué hacer con ello. El
Califa, propietario de una biblioteca llena de manuscritos antiguos,
que tampoco sabía leer, compró los manuscritos y el estuche y despidió
al mercader. Sin embargo, el Califa pensó que le haría mucha ilusión
saber qué decía aquel trozo de papel, y preguntó al Visir si conocía
alguien que lo pudiese descifrar. —Honorable
señor y amo —le respondió—. En la gran mezquita vive un hombre,
que conoce todas las lenguas. Se llama Selim el sabio. Hacedlo llamar,
quizás nos sepa leer estos misteriosos trazos. Al
momento trajeron al sabio Selim. —Selim,
dicen que eres muy sabio; echa un vistazo a este papel a ver si
lo puedes leer: ya que te llaman sabio, si eres capaz de leerlo
te regalaré un vestido de fiesta nuevo y, si no, vas a recibir doce
azotes en la espalda y veinticinco en las plantas de los pies. Selim
hizo una reverencia y dijo: —¡Hágase
vuestra voluntad, oh señor! —examinó el papel un buen rato y de
repente exclamó—. Es latín, oh señor, o que me cuelguen. —Adelante
¿qué dice? —le ordenó el Califa—. Si sabes que es latín. Selim
empezó a traducir: —¡Hombre,
que has encontrado este estuche! ¡Da gracias a Alá por haberte honrado
con este presente! Quien inhale los polvos que contiene y diga Mutabor[i], se podrá
transformar en cualquier animal y, también, entender su lengua.
Cuando quiera volver a tener aspecto humano, deberá inclinarse tres
veces en dirección a Oriente y decir la misma palabra. Pero, ándate
con cuidado, mientras tengas el aspecto de animal no debes de reír
por nada, de lo contrario, te vas a olvidar completamente de la
palabra mágica y quedarás animal para siempre. Al
Califa, le divirtieron mucho todas aquellas cosas que leyó Selim.
Hizo jurar al sabio que no explicaría aquel secreto a nadie más,
le regaló un bonito vestido y le mandó marcharse. Entonces dijo
a su Gran Visir: —¡Esto
sí que es una buena adquisición, Mansor! ¡Tengo ganas de ser un
animal! Mañana por la mañana ven temprano; ¡iremos al campo los
dos juntos, aspiraremos un poco de esto que hay en mi estuche y
después espiaremos todo lo que se diga en el agua, en el bosque
y en el campo! (II) Al
día siguiente el califa Chasid apenas había acabado de vestirse
y de desayunar que su Gran Visir ya estaba allí, tal como le había
mandado, para acompañarle a pasear. El Califa se metió el pequeño
estuche que contenía los polvos mágicos en la faja y, después de
mandar a su séquito que se quedara donde estaba, salió a pasear
con su Gran Visir. Primero pasaron por el ancho jardín del Califa,
y otearon, en balde, que pasase algo vivo que les permitiera probar
sus habilidades. Finalmente, el Visir le propuso ir hasta una estanque
que estaba un poco más lejos donde, a menudo, había visto animales,
principalmente cigüeñas que, con su porte majestuoso y su cloqueo,
siempre le habían llamado la atención. El
Califa aceptó la propuesta de su Visir y se dirigió con él hacia
el estanque. Una vez allí, vieron una cigüeña que andaba absorta
de un lado a otro buscando ranas y que, de cuando en cuando, picoteaba
alguna cosa. Al mismo tiempo, también vieron otra a lo lejos que
volaba en aquella dirección. —Apuesto
mi barba, honorable señor —dijo el Gran Visir—, que estas dos zancudas
se pondrán a charlar. ¿Qué le parece si nos transformamos en cigüeñas? —¡Buena
idea! —respondió el Califa—. Pero primero asegurémonos de qué hay
que hacer para recobrar el aspecto humano. ¡Exacto! Tres reverencias
en dirección a Oriente, decir Mutabor y volveremos a ser yo el Califa y tú el Visir. ¡Pero, por
el amor de Dios, no vale reír, de lo contrario, estamos perdidos! Mientras
el Califa decía esto, observaba otra cigüeña que pasaba volando
por encima de sus cabezas y aterrizaba lentamente. Rápidamente se
sacó el estuche del cinto, cogió un buen puñado de polvos, ofreció
a su Gran Visir que también aspiró y los dos a la vez gritaron: —¡Mutabor! Entonces
se les encogieron las piernas y se les quedaron delgadas y rojas,
las bonitas babuchas doradas del Califa y su compañero se transformaron
en unos pies de cigüeña desproporcionados, los brazos se les volvieron
alas, el cuello se les alargó hasta casi cuatro palmos, la barba
les desapareció y el cuerpo les quedó cubierto de sedosas plumas. —Tenéis
un pico muy coquetón, señor Gran Visir —dijo al cabo de un rato
el Califa maravillado—. ¡Por las barbas del Profeta, jamás había
visto una cosa así! —Gracias,
gran señor —respondió el Gran Visir al tiempo que hacía una reverencia—;
si me permitís el atrevimiento, su majestad casi queda tan distinguido
de cigüeña como de Califa. Pero acerquémonos, si queréis. Intentaremos
mirar a nuestros compañeros, para probar si sabemos comportarnos
como cigüeñas. Entretanto,
la otra cigüeña ya estaba en el suelo. Se sacudió los pies con el
pico, se alisó bien las plumas y se dirigió hacia la otra cigüeña.
Las dos nuevas cigüeñas se apresuraron acercándose a ellas y escucharon
la siguiente, sorprendente, conversación: —¡Buenos
días, señora Zancuda, si que salís temprano al campo! —¡Muchas
gracias, querida Picapico! Tan sólo he picoteado una poquito para
desayunarme. ¿Quizás os apetecería un pedazo de lagarto o una patita
de rana? —Gracias,
sois muy amable; hoy no tengo mucho apetito. He venido a este lugar
por motivos bien diferentes. Hoy tengo que bailar ante los huéspedes
de mi padre y quería practicar un ratito, con tranquilidad. Acto
seguido, la joven cigüeña empezó a caminar por el campo con unos
movimientos extravagantes. El Califa y Mansor la contemplaban con
curiosidad. Pero cuando se quedó de pie sobre una pata, en una posición
pintoresca, y batiendo las alas elegantemente, no pudieron contenerse
por más tiempo: del pico les estallaron unas irresistibles carcajadas
y se estuvieron desahogando un buen rato. El Califa fue el primero
en parar. —¡Que
bien me lo he pasado! —dijo gritando—. Eso sí que no tiene precio.
¡Lástima, que los estúpidos animales se hayan asustado con nuestras
risas, si no seguro que incluso las habríamos oído cantar! Pero
entonces fue cuando el Gran Visir recordó que no debían reír mientras
tuviesen forma animal. Comunicó su temor al Califa: —¡Mecachis
la Meca y la Medina! ¡Sí que estaría bien, si nos tuviéramos que
quedar con pinta de cigüeñas! ¡Recapacita, haz memoria de la maldita
palabrota! Yo no me acuerdo. —Tenemos
que hacer tres veces una reverencia en dirección a Oriente y entonces
—dijo—, mu... mu... mu... Se
colocaron de cara a Oriente y empezaron a hacer tales reverencias
que casi tocaban al suelo con el pico. ¡Pero, qué maldición1 La
palabra mágica se les había olvidado y, cuantas más reverencias
hacía el Califa, más impaciente se ponía su Visir mu...
mu..., cualquier recuerdo se había desvanecido totalmente y
el pobre Chasid y su Visir eran e iban continuar siendo cigüeñas. (III) Los
dos embrujados deambulaban tristes por los campos; los pobres desgraciados
no sabían ni por donde empezar. Con aquella pinta no podían ir a
ninguna parte, tampoco podían volver a la ciudad para darse a conocer
porque, ¿quien se habría creído a una cigüeña que dijese que era
el Califa? Y si la hubiesen creído, ¿a los habitantes de Bagdad
les habría gustado tener un Califa cigüeña? Con
este panorama estuvieron muchos días vagando por aquellos mundos
de Dios, iban tirando como podían y se alimentaban con frutas del
campo que no podían tragar muy bien, porque tenían aquellos picos
tan largos. La verdad es que los lagartos y las ranas no les apetecían,
temían que les pudiera sentar mal aquella clase de comida. El único
placer que les proporcionaba la nueva situación era que podían volar
y, a menudo, se daban una vuelta por encima de los tejados de Bagdad
para ponerse al día de lo que ocurría en la ciudad. Los
primeros días vieron que había mucha agitación y muestras de duelo
por las calles, pero un día, cuando haría unos cuatro que acarreaban
aquel embrujo, se posaron sobre el palacio del Califa, y vieron
que por la calle desfilaba una vistosa comitiva. Al son de tambores
y trompetas, pasaba un hombre cubierto con una capa púrpura bordada
con hilo de oro, montado en un caballo enjaezado y rodeado de ostentosos
criados. Medio Bagdad iba detrás de ellos y todos gritaban: —¡Viva
Mizra, el señor de Bagdad! Las
dos cigüeñas, sentadas en el tejado del palacio, se miraron una
a otra y el Califa Chasid dijo: —¿Puedes
hacerte una idea, Gran Visir, de mi sorpresa? Este Mizra es el hijo
del mi peor enemigo, el poderoso brujo Kaschnur, que en un mal momento
juró venganza. Pero, pese a todo, aún no he perdido la esperanza.
Ven conmigo, fiel compañero de mi desgracia, iremos a la tumba del
Profeta; a ver si en aquel santo lugar se nos deshace
el embrujo. Levantaron
el vuelo desde el tejado de palacio y volaron en dirección a Medina. Pero
el viaje no les fue demasiado bien, porque aún no tenían suficiente
práctica de volar. —¡Oh,
señor —se quejó el Gran Visir, cuando ya llevaban unas cuantas horas
volando—, con vuestro permiso, yo paro. ¡Voláis demasiado deprisa!
Además, está oscuro y es mejor que busquemos un refugio para pasar
la noche. Chasid
escuchó la petición de su sirviente. Debajo, en el valle, vieron
unas ruinas que les podían servir de cobijo y hacia allí se dirigieron.
El lugar donde se instalaron aquella noche debió haber sido, en
otros tiempos, un palacio. Elegantes columnas sobresalían de los
escombros, muchas estancias, aún conservadas, evidenciaban el antiguo
esplendor de la casa. Chasid y su compañero dieron vueltas por los
pasillos buscando un sitio seco; de pronto, la cigüeña Mansor se
quedó quieta. —¡Amo
y señor —dijo en voz baja—, si no es suficiente disparate que un
Gran Visir crea en fantasmas, todavía lo es más que lo haga una
cigüeña! Estoy muy intranquilo, porque aquí al lado se oyen claramente
suspiros y lamentos. El
Califa se detuvo para escuchar y oyó, nítidamente, un llanto apagado,
que lo mismo podía ser de una persona que de un animal. Aún así,
intrigado, quiso acercarse al lugar donde se oían los llantos. Pero
el Visir le agarró por el ala con el pico y le pidió con insistencia
que no se metiera en nuevos y desconocidos peligros. ¡No sirvió
de nada! El Califa, que debajo del vestido
de plumas todavía albergaba un corazón muy grande, se desembarazó
de él, perdiendo algunas plumas, y se adentró rápidamente en un
siniestro pasillo. Apenas llegó a una puerta, que sólo estaba entornada,
le pareció oír a alguien lloriquear y gemir. Con el pico empujó
la puerta, pero se quedó quieto en el linde. En aquella estancia
derruida, apenas iluminada por la claridad que entraba por una reja,
vio una gran lechuza posada en el suelo. De sus grandes y redondos
ojos le salían unas espesas lágrimas, y con una voz casi imperceptible
soltaba sus quejas por el arqueado pico. Tan pronto la lechuza vio
al Califa y a su Visir que, pese a todo, también se había acercado
allí, soltó un grito de miedo, se enjugó delicadamente las lágrimas
con las alas, y les dejó boquiabiertos al dirigirse a ellos en buen
árabe y voz humana: —¡Bienvenidas
cigüeñas! ¡Me traéis la buena suerte de mi salvación, porque me
profetizaron que la suerte me vendría a través de unas cigüeñas! Cuando
el Califa se recobró de su sorpresa, hizo una reverencia con su
largo cuello, puso sus esbeltas patas en una grácil posición y dijo: —¡Lechuza!
No puedo creer lo que me dices. Hemos encontrado una compañera de
infortunio. ¡Pero, ay! Tus esperanzas de salvarte con nuestra ayuda
son vanas. Te darás buena cuenta de nuestras ingentes desventuras
en cuanto oigas nuestra historia. La
lechuza les pidió que se la explicasen, y entonces el Califa se
enderezó y empezó a exponerle lo que ya sabemos. (IV) Cuando
el Califa terminó de narrar su historia a la lechuza, ésta le dio
las gracias y dijo: —Escuchad
mi historia y os daréis cuenta de que no soy menos desgraciada que
vos. Mi padre es el rey de la India; yo, su única e infortunada
hija, me llamo Lusa. Aquel brujo llamado Kaschnur, que os embrujó
a vosotros, también me trajo a mí la desventura. Un día le pidió
mi mano a mi padre, para ser la esposa de su hijo, Mizra. Pero mi
padre, que era un hombre colérico, le echó de patitas en la calle.
Aquel miserable conocía los hechizos para poder tener otro aspecto
y acercarse a mí sin que nos diéramos cuenta, y un día en que yo
estaba en mi jardín y me apetecía tomar un refresco me sirvió, disfrazado
de esclavo, una bebida que me convirtió en esta asquerosa cosa que
ahora soy. Me desmayé de miedo y él me trajo aquí, y con una voz
horrorosa me dijo gritándome al oído: “Deberás
quedarte aquí, fea, menospreciada incluso por los animales, hasta
el final de tus días o hasta que alguien, por propia voluntad te
quiera por esposa aunque tengas este asqueroso aspecto. Así me vengo
de tu orgulloso padre”. Desde entonces han pasado muchos meses.
Vivo sola y triste como una ermitaña en estas estancias, escondida
del mundo. Doy miedo incluso a los animales; tengo vedada la bella
naturaleza, ya que de día soy ciega y, sólo cae el velo que cubre
mis ojos cuando la luna pone su blanquecina luz sobre estas ruinas. La
lechuza terminó y se enjuagó de nuevo los ojos con las alas, ya
que la narración de sus desventuras le había vuelto a hacer llorar.
El Califa se quedó reflexionando, pensativo, con todo lo que les
había explicado la princesa. —Si
no he entendido mal —dijo—, debe haber alguna forma de misteriosa
relación entre nuestras desgracias, pero ¿dónde podríamos encontrar
la clave de este enigma? La
lechuza respondió: —Oh
señor, me lo dice el corazón, ya que cuando era joven una mujer
sabia me profetizó que una cigüeña me traería mucha suerte, y quizás
sé como nos podemos salvar. El
Califa se sorprendió mucho y le pidió qué se explicara. —El
brujo que nos ha hecho desgraciados a todos —dijo—, suele venir
a estas ruinas una vez al mes. No muy lejos de esta estancia hay
una sala, en donde organiza festines junto con otros compañeros.
Yo misma les he espiado muchas veces. Entonces se explican unos
a otros sus vergonzosas acciones; a lo mejor, si él habla de las
suyas, dice la palabra mágica que vosotros habéis olvidado. —Oh
encantadora princesa —dijo el Califa gritando—, dinos ¿cuándo viene y dónde está esta sala? La
lechuza se quedó un momento en silencio y luego dijo: —No
os lo toméis a mal, pero sólo os lo puedo decir con una condición. —¡Adelante!
¡Adelante! —dijo el Califa gritando— .Ordena, haré lo que tu quieras. —Al
propio tiempo, a mí también me gustaría quedar libre, y esto solo
ocurrirá si uno de vosotros se casa conmigo. Pareció
que las cigüeñas estaban algo interesadas por la proposición y el
Califa hizo una señal a su criado para que le siguiese fuera un
momento. —Gran
Visir —dijo el Califa delante de la puerta—, es un trato un poco
tonto, pero lo podríais hacer. —¿Pero?
—respondió éste—. ¿Queréis que mi mujer me arranque los ojos cuando
vuelva a casa? Además, yo ya soy un hombre viejo y vos aún sois
joven y soltero, y bien que podéis casaros con una princesa joven
y bonita. —Exactamente
—suspiró el Califa mientras dejaba caer las alas con tristeza—,
¿quién te ha dicho que ella es joven y bonita? Puede muy bien darnos
gato por liebre. Aún
discutieron un buen rato. Finalmente, cuando el Califa vio que su
Visir prefería más quedarse como cigüeña que casarse con la lechuza,
llegó a la conclusión de que no había nada que hacer y que debería
ser él mismo quien satisficiera la condición de casarse con ella.
La lechuza estaba muy contenta y les confesó que no lo habían podido
decidir en mejor momento, porque precisamente aquella misma noche
era la que debían reunirse los brujos. La
lechuza abandonó la estancia con las cigüeñas para ir hacia aquella
sala; caminaron un buen rato por un pasillo oscuro, finalmente les
deslumbró una claridad que pasaba por la rendija de una pared medio
derruida. Al acercarse la lechuza les exhortó a no hacer ruido alguno.
Desde el agujero, en donde ellos estaban, se podía ver una gran
sala. Por todas partes habían balaustradas pintadas y magníficamente
adornadas. Muchas lámparas de colores substituían la luz del día.
En medio de la sala había una mesa redonda provista con una selección
de escogidos manjares, y alrededor de la mesa un sofá, en donde
se sentaban ocho hombres. En uno de aquellos hombres las cigüeñas
reconocieron aquel brujo que les había vendido los polvos mágicos.
Entonces, el que estaba sentado al lado del brujo le pidió que les
explicase sus últimas proezas. Entre otras, el hombre explicó la
historia del Califa y su Visir. —¿Qué
palabra les dijiste que debían decir? —le pidió otro brujo. —Una
palabra latina bastante difícil: Mutabor. (V) Cuando
las cigüeñas, a través de la rendija en la pared, oyeron la palabra
casi se caen uno encima del otro. Con la velocidad que les permitían
aquellas patas tan sumamente largas, corrieron tan deprisa hacia
la puerta de las ruinas, que la lechuza apenas si les podía seguir.
Una vez allí, el Califa enternecido le dijo a la princesa: —Salvadora
de mi vida y de la vida de mi amigo, para agradecerte esto que has
hecho por mí y por mi amigo tómame por esposo. Entonces,
por supuesto, se colocó de cara a Oriente. Las cigüeñas hicieron
tres reverencias con sus largos cuellos en dirección al sol que
en aquellos momentos salía por detrás de las montañas. —Mutabor
—gritaron. Y,
en un abrir y cerrar de ojos, volvieron a ser como eran, y estaban
tan contentos con el regalo de la nueva vida que se echaron el uno
en brazos del otro riendo y llorando. Pero la cara de sorpresa que
pusieron cuando se dieron la vuelta, ¿cómo se podría describir?
Ante sí tenían una preciosa dama, vestida majestuosamente, que dio
sonriente la mano al Califa: —¿Ya
no conocéis a vuestra lechuza? —dijo ella. Era
ella. El Califa estaba tan entusiasmado con su belleza que exclamó
que había sido una gran suerte que le hubiesen convertido en cigüeña. Entonces
se marcharon los tres hacia Bagdad. Junto con sus vestidos, el Califa
había encontrado el estuche con los polvos mágicos y, además, la
bolsa con el dinero. Así, en el primer pueblo que encontraron compraron
todo lo que les hacía falta para el viaje y muy pronto estuvieron
en la puerta de Bagdad. Y, evidentemente, la llegada del Califa
causó una gran sorpresa, porque se le había dado por muerto y el
pueblo estuvo muy contento de volver a tener a su señor entre ellos.
Y, al saber lo ocurrido, se enardecieron todavía más contra el impostor
Mizra. Se
dirigieron a palacio e hicieron prisioneros al brujo y a su hijo.
Al viejo, el Califa le envió al mismo castillo en ruinas en donde
había vivido la Princesa cuando era lechuza y lo hizo colgar. Pero
al hijo, que no conocía los negocios de su padre, el Califa le dejó
escoger entre morir o ‘aspirar’. Como escogió esto último, el Gran
Visir le ofreció el estuche. Un intenso puñado y la palabra mágica
del Califa le convirtieron en cigüeña y, entonces, el Califa lo
hizo meter en una jaula de hierro que colocó en su jardín. El
Califa Chasid y su esposa la Princesa vivieron felices mucho tiempo;
los momentos más divertidos siempre eran aquellos días por la tarde
en que su Gran Visir les visitaba; entonces hablaban a menudo de
las aventuras que habían vivido cuando eran cigüeñas, y el Califa
se lo pasaba aún mejor, cuando el Gran Visir se dignaba imitar lo
que hacían las cigüeñas; se ponía serio y caminaba arriba y abajo
de la sala con las piernas rígidas, cloqueaba, agitaba los brazos
como si tuviese alas se agachaba de cara a Oriente, y ponía cara
de estar sumamente frustrado mientas gritaba mu... mu... Acto seguido el Visir miraba
divertido hacia la puerta en donde representaba que estaba la princesa
Lechuza porque quería que también participase la señora Califa. En
cuanto Selim Baruch hubo acabado su historia, los mercaderes aseguraron
que se lo habían pasado muy bien con ella. —¡Verdaderamente
la tarde nos ha pasado sin que nos diéramos cuenta! —dijo uno de
ellos mientras retiraba el techo de la tienda— el viento del atardecer
es fresquito y podremos dejar atrás un buen trecho de camino. Sus
compañeros estuvieron de acuerdo; desarmaron las tiendas, y volvieron
a formar la caravana, en el mismo orden en que había llegado a aquel
lugar. Cabalgaron
casi toda la noche porque de día hacía demasiado calor, pero la
noche era confortable y estrellada. Finalmente llegaron a un lugar
acogedor, armaron las tiendas y se tumbaron a descansar. Además,
todos los mercaderes se preocuparon de que el forastero estuviese
bien instalado, tratándole como al huésped más apreciado. Uno le
trajo almohadones, otro mantas, el tercero le proporcionó esclavos,
en una palabra, estaba tan bien servido como si estuviese en casa;
por fin, llegó el mejor momento del día, al levantarse decidieron,
por unanimidad, esperar en aquel lugar a que oscureciera. En cuanto
hubieron comido, se reunieron y el mercader más joven se dirigió
al mayor y le dijo: —Ayer
Selim Baruch nos proporcionó
una tarde entretenida; qué os parece, Achmet, si nos explicáis alguna
cosa. Tanto si se trata de algún episodio de vuestra larga vida,
que seguro tenéis alguna aventura para presumir de ella, como si
se trata de un bonito cuento. Después
de este pequeño discurso Achmet permaneció en silencio durante largo
rato, como si dudase si hacerlo o no, si esto o aquello debía o
no decirlo. Finalmente, empezó a hablar: —¡Queridos
amigos! Durante este viaje que hemos hecho juntos habéis demostrado
que sois unos buenos compañeros, y también Selim se ha ganado mi
confianza; por eso quiero compartir con vosotros una experiencia
de mi vida que, por eso mismo, no me gusta explicar ni explico a
cualquiera: La historia del velero fantasma. Continuarà... |