LA HISTORIA DEL CALIFA CIGÜEÑA
Catalán

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Érase una vez el califa Chasid de Bagdad. Se había pasado toda la tarde sentado en el sofá, holgazaneando y se había quedado algo traspuesto porque era un día muy bochornoso y daba la impresión que después de la siesta aún haría más calor. Fumaba una larga pipa de palo de rosa. De vez en cuando bebía un poco del café que le servia un esclavo y, cuando se le antojaba, se frotaba la barba con satisfacción. Enseguida se veía que estaba de buen humor. Aquellos momentos eran los más adecuados para hablar con él y, por esta razón, también eran los que cada día aprovechaba su Gran Visir, Mansor, para visitarle. Aquella tarde, nada más llegar, el Califa se dio cuenta que el Gran Visir estaba bastante mustio, lo cual no era muy normal. El Califa se retiró un poco la pipa de la boca y dijo:

—¿Cómo es que tienes este aire tan pensativo, Gran Visir?

El Gran Visir cruzó los brazos sobre su pecho, hizo una reverencia a su señor y respondió:

—Señor, no sé si tengo el aire pensativo o no, pero allá abajo al final del castillo hay un mercader con cosas tan bonitas que me sabe mal no tener más dinero para podérselas comprar.

El Califa, que hacía tiempo tenía ganas de regalar algo a su Gran Visir, envió un esclavo a buscar a aquel mercader. El esclavo volvió al poco rato en compañía del mercader. Era un hombre pequeño, corpulento, de cara morena y llevaba el vestido hecho jirones. Acarreaba una arqueta con toda clase de artículos, perlas y anillos, pistolas bellamente adornadas, jarrones y peines. El Califa y su Visir lo examinaron todo minuciosamente y, finalmente, el Califa compró unas pistolas muy bonitas para él y para Mansor. Justo en el momento en que Mansor iba a cerrar la arqueta, el Califa vio un pequeño cajón y preguntó si aún había más cosas. El mercader abrió el cajón, y en su interior pudieron ver un estuche que contenía unos polvos negros y una hoja de papel con una escritura singular que ni el Califa ni Mansor sabían leer.

—Hace ya tiempo, me los dio un comerciante que venía de la Meca —dijo el mercader—. No entiendo lo que dice; os los puedo servir a un precio mínimo porque no sé qué hacer con ello.

El Califa, propietario de una biblioteca llena de manuscritos antiguos, que tampoco sabía leer, compró los manuscritos y el estuche y despidió al mercader. Sin embargo, el Califa pensó que le haría mucha ilusión saber qué decía aquel trozo de papel, y preguntó al Visir si conocía alguien que lo pudiese descifrar.

—Honorable señor y amo —le respondió—. En la gran mezquita vive un hombre, que conoce todas las lenguas. Se llama Selim el sabio. Hacedlo llamar, quizás nos sepa leer estos misteriosos trazos.

Al momento trajeron al sabio Selim.

—Selim, dicen que eres muy sabio; echa un vistazo a este papel a ver si lo puedes leer: ya que te llaman sabio, si eres capaz de leerlo te regalaré un vestido de fiesta nuevo y, si no, vas a recibir doce azotes en la espalda y veinticinco en las plantas de los pies.

Selim hizo una reverencia y dijo:

—¡Hágase vuestra voluntad, oh señor! —examinó el papel un buen rato y de repente exclamó—. Es latín, oh señor, o que me cuelguen.

—Adelante ¿qué dice? —le ordenó el Califa—. Si sabes que es latín.

Selim empezó a traducir:

—¡Hombre, que has encontrado este estuche! ¡Da gracias a Alá por haberte honrado con este presente! Quien inhale los polvos que contiene y diga Mutabor[i], se podrá transformar en cualquier animal y, también, entender su lengua. Cuando quiera volver a tener aspecto humano, deberá inclinarse tres veces en dirección a Oriente y decir la misma palabra. Pero, ándate con cuidado, mientras tengas el aspecto de animal no debes de reír por nada, de lo contrario, te vas a olvidar completamente de la palabra mágica y quedarás animal para siempre.

Al Califa, le divirtieron mucho todas aquellas cosas que leyó Selim. Hizo jurar al sabio que no explicaría aquel secreto a nadie más, le regaló un bonito vestido y le mandó marcharse. Entonces dijo a su Gran Visir:

—¡Esto sí que es una buena adquisición, Mansor! ¡Tengo ganas de ser un animal! Mañana por la mañana ven temprano; ¡iremos al campo los dos juntos, aspiraremos un poco de esto que hay en mi estuche y después espiaremos todo lo que se diga en el agua, en el bosque y en el campo!

(II)

Al día siguiente el califa Chasid apenas había acabado de vestirse y de desayunar que su Gran Visir ya estaba allí, tal como le había mandado, para acompañarle a pasear. El Califa se metió el pequeño estuche que contenía los polvos mágicos en la faja y, después de mandar a su séquito que se quedara donde estaba, salió a pasear con su Gran Visir. Primero pasaron por el ancho jardín del Califa, y otearon, en balde, que pasase algo vivo que les permitiera probar sus habilidades. Finalmente, el Visir le propuso ir hasta una estanque que estaba un poco más lejos donde, a menudo, había visto animales, principalmente cigüeñas que, con su porte majestuoso y su cloqueo, siempre le habían llamado la atención.

El Califa aceptó la propuesta de su Visir y se dirigió con él hacia el estanque. Una vez allí, vieron una cigüeña que andaba absorta de un lado a otro buscando ranas y que, de cuando en cuando, picoteaba alguna cosa. Al mismo tiempo, también vieron otra a lo lejos que volaba en aquella dirección.

—Apuesto mi barba, honorable señor —dijo el Gran Visir—, que estas dos zancudas se pondrán a charlar. ¿Qué le parece si nos transformamos en cigüeñas?

—¡Buena idea! —respondió el Califa—. Pero primero asegurémonos de qué hay que hacer para recobrar el aspecto humano. ¡Exacto! Tres reverencias en dirección a Oriente, decir Mutabor y volveremos a ser yo el Califa y tú el Visir. ¡Pero, por el amor de Dios, no vale reír, de lo contrario, estamos perdidos!

Mientras el Califa decía esto, observaba otra cigüeña que pasaba volando por encima de sus cabezas y aterrizaba lentamente. Rápidamente se sacó el estuche del cinto, cogió un buen puñado de polvos, ofreció a su Gran Visir que también aspiró y los dos a la vez gritaron:

—¡Mutabor!

Entonces se les encogieron las piernas y se les quedaron delgadas y rojas, las bonitas babuchas doradas del Califa y su compañero se transformaron en unos pies de cigüeña desproporcionados, los brazos se les volvieron alas, el cuello se les alargó hasta casi cuatro palmos, la barba les desapareció y el cuerpo les quedó cubierto de sedosas plumas.

—Tenéis un pico muy coquetón, señor Gran Visir —dijo al cabo de un rato el Califa maravillado—. ¡Por las barbas del Profeta, jamás había visto una cosa así! 

—Gracias, gran señor —respondió el Gran Visir al tiempo que hacía una reverencia—; si me permitís el atrevimiento, su majestad casi queda tan distinguido de cigüeña como de Califa. Pero acerquémonos, si queréis. Intentaremos mirar a nuestros compañeros, para probar si sabemos comportarnos como cigüeñas.

Entretanto, la otra cigüeña ya estaba en el suelo. Se sacudió los pies con el pico, se alisó bien las plumas y se dirigió hacia la otra cigüeña. Las dos nuevas cigüeñas se apresuraron acercándose a ellas y escucharon la siguiente, sorprendente, conversación:

—¡Buenos días, señora Zancuda, si que salís temprano al campo!

—¡Muchas gracias, querida Picapico! Tan sólo he picoteado una poquito para desayunarme. ¿Quizás os apetecería un pedazo de lagarto o una patita de rana?

—Gracias, sois muy amable; hoy no tengo mucho apetito. He venido a este lugar por motivos bien diferentes. Hoy tengo que bailar ante los huéspedes de mi padre y quería practicar un ratito, con tranquilidad.

Acto seguido, la joven cigüeña empezó a caminar por el campo con unos movimientos extravagantes. El Califa y Mansor la contemplaban con curiosidad. Pero cuando se quedó de pie sobre una pata, en una posición pintoresca, y batiendo las alas elegantemente, no pudieron contenerse por más tiempo: del pico les estallaron unas irresistibles carcajadas y se estuvieron desahogando un buen rato. El Califa fue el primero en parar.

—¡Que bien me lo he pasado! —dijo gritando—. Eso sí que no tiene precio. ¡Lástima, que los estúpidos animales se hayan asustado con nuestras risas, si no seguro que incluso las habríamos oído cantar!

Pero entonces fue cuando el Gran Visir recordó que no debían reír mientras tuviesen forma animal. Comunicó su temor al Califa:

—¡Mecachis la Meca y la Medina! ¡Sí que estaría bien, si nos tuviéramos que quedar con pinta de cigüeñas! ¡Recapacita, haz memoria de la maldita palabrota! Yo no me acuerdo.

—Tenemos que hacer tres veces una reverencia en dirección a Oriente y entonces —dijo—, mu... mu... mu...

Se colocaron de cara a Oriente y empezaron a hacer tales reverencias que casi tocaban al suelo con el pico. ¡Pero, qué maldición1 La palabra mágica se les había olvidado y, cuantas más reverencias hacía el Califa, más impaciente se ponía su Visir mu... mu..., cualquier recuerdo se había desvanecido totalmente y el pobre Chasid y su Visir eran e iban continuar siendo cigüeñas.

(III)

Los dos embrujados deambulaban tristes por los campos; los pobres desgraciados no sabían ni por donde empezar. Con aquella pinta no podían ir a ninguna parte, tampoco podían volver a la ciudad para darse a conocer porque, ¿quien se habría creído a una cigüeña que dijese que era el Califa? Y si la hubiesen creído, ¿a los habitantes de Bagdad les habría gustado tener un Califa cigüeña?

Con este panorama estuvieron muchos días vagando por aquellos mundos de Dios, iban tirando como podían y se alimentaban con frutas del campo que no podían tragar muy bien, porque tenían aquellos picos tan largos. La verdad es que los lagartos y las ranas no les apetecían, temían que les pudiera sentar mal aquella clase de comida. El único placer que les proporcionaba la nueva situación era que podían volar y, a menudo, se daban una vuelta por encima de los tejados de Bagdad para ponerse al día de lo que ocurría en la ciudad.

Los primeros días vieron que había mucha agitación y muestras de duelo por las calles, pero un día, cuando haría unos cuatro que acarreaban aquel embrujo, se posaron sobre el palacio del Califa, y vieron que por la calle desfilaba una vistosa comitiva. Al son de tambores y trompetas, pasaba un hombre cubierto con una capa púrpura bordada con hilo de oro, montado en un caballo enjaezado y rodeado de ostentosos criados. Medio Bagdad iba detrás de ellos y todos gritaban:

—¡Viva Mizra, el señor de Bagdad!

Las dos cigüeñas, sentadas en el tejado del palacio, se miraron una a otra y el Califa Chasid dijo:

—¿Puedes hacerte una idea, Gran Visir, de mi sorpresa? Este Mizra es el hijo del mi peor enemigo, el poderoso brujo Kaschnur, que en un mal momento juró venganza. Pero, pese a todo, aún no he perdido la esperanza. Ven conmigo, fiel compañero de mi desgracia, iremos a la tumba del Profeta;  a ver si en aquel santo lugar se nos deshace el embrujo.

Levantaron el vuelo desde el tejado de palacio y volaron en dirección a Medina.

Pero el viaje no les fue demasiado bien, porque aún no tenían suficiente práctica de volar.

—¡Oh, señor —se quejó el Gran Visir, cuando ya llevaban unas cuantas horas volando—, con vuestro permiso, yo paro. ¡Voláis demasiado deprisa! Además, está oscuro y es mejor que busquemos un refugio para pasar la noche.

Chasid escuchó la petición de su sirviente. Debajo, en el valle, vieron unas ruinas que les podían servir de cobijo y hacia allí se dirigieron. El lugar donde se instalaron aquella noche debió haber sido, en otros tiempos, un palacio. Elegantes columnas sobresalían de los escombros, muchas estancias, aún conservadas, evidenciaban el antiguo esplendor de la casa. Chasid y su compañero dieron vueltas por los pasillos buscando un sitio seco; de pronto, la cigüeña Mansor se quedó quieta.

—¡Amo y señor —dijo en voz baja—, si no es suficiente disparate que un Gran Visir crea en fantasmas, todavía lo es más que lo haga una cigüeña! Estoy muy intranquilo, porque aquí al lado se oyen claramente suspiros y lamentos.

El Califa se detuvo para escuchar y oyó, nítidamente, un llanto apagado, que lo mismo podía ser de una persona que de un animal. Aún así, intrigado, quiso acercarse al lugar donde se oían los llantos. Pero el Visir le agarró por el ala con el pico y le pidió con insistencia que no se metiera en nuevos y desconocidos peligros. ¡No sirvió de nada! El Califa, que debajo del vestido  de plumas todavía albergaba un corazón muy grande, se desembarazó de él, perdiendo algunas plumas, y se adentró rápidamente en un siniestro pasillo. Apenas llegó a una puerta, que sólo estaba entornada, le pareció oír a alguien lloriquear y gemir. Con el pico empujó la puerta, pero se quedó quieto en el linde. En aquella estancia derruida, apenas iluminada por la claridad que entraba por una reja, vio una gran lechuza posada en el suelo. De sus grandes y redondos ojos le salían unas espesas lágrimas, y con una voz casi imperceptible soltaba sus quejas por el arqueado pico. Tan pronto la lechuza vio al Califa y a su Visir que, pese a todo, también se había acercado allí, soltó un grito de miedo, se enjugó delicadamente las lágrimas con las alas, y les dejó boquiabiertos al dirigirse a ellos en buen árabe y voz humana:

—¡Bienvenidas cigüeñas! ¡Me traéis la buena suerte de mi salvación, porque me profetizaron que la suerte me vendría a través de unas cigüeñas!

Cuando el Califa se recobró de su sorpresa, hizo una reverencia con su largo cuello, puso sus esbeltas patas en una grácil posición y dijo:

—¡Lechuza! No puedo creer lo que me dices. Hemos encontrado una compañera de infortunio. ¡Pero, ay! Tus esperanzas de salvarte con nuestra ayuda son vanas. Te darás buena cuenta de nuestras ingentes desventuras en cuanto oigas nuestra historia.

La lechuza les pidió que se la explicasen, y entonces el Califa se enderezó y empezó a exponerle lo que ya sabemos.

(IV)

Cuando el Califa terminó de narrar su historia a la lechuza, ésta le dio las gracias y dijo:

—Escuchad mi historia y os daréis cuenta de que no soy menos desgraciada que vos. Mi padre es el rey de la India; yo, su única e infortunada hija, me llamo Lusa. Aquel brujo llamado Kaschnur, que os embrujó a vosotros, también me trajo a mí la desventura. Un día le pidió mi mano a mi padre, para ser la esposa de su hijo, Mizra. Pero mi padre, que era un hombre colérico, le echó de patitas en la calle. Aquel miserable conocía los hechizos para poder tener otro aspecto y acercarse a mí sin que nos diéramos cuenta, y un día en que yo estaba en mi jardín y me apetecía tomar un refresco me sirvió, disfrazado de esclavo, una bebida que me convirtió en esta asquerosa cosa que ahora soy. Me desmayé de miedo y él me trajo aquí, y con una voz horrorosa me dijo gritándome al oído: “Deberás quedarte aquí, fea, menospreciada incluso por los animales, hasta el final de tus días o hasta que alguien, por propia voluntad te quiera por esposa aunque tengas este asqueroso aspecto. Así me vengo de tu orgulloso padre”. Desde entonces han pasado muchos meses. Vivo sola y triste como una ermitaña en estas estancias, escondida del mundo. Doy miedo incluso a los animales; tengo vedada la bella naturaleza, ya que de día soy ciega y, sólo cae el velo que cubre mis ojos cuando la luna pone su blanquecina luz sobre estas ruinas.

La lechuza terminó y se enjuagó de nuevo los ojos con las alas, ya que la narración de sus desventuras le había vuelto a hacer llorar. El Califa se quedó reflexionando, pensativo, con todo lo que les había explicado la princesa.

—Si no he entendido mal —dijo—, debe haber alguna forma de misteriosa relación entre nuestras desgracias, pero ¿dónde podríamos encontrar la clave de este enigma?

La lechuza respondió:

—Oh señor, me lo dice el corazón, ya que cuando era joven una mujer sabia me profetizó que una cigüeña me traería mucha suerte, y quizás sé como nos podemos salvar.

El Califa se sorprendió mucho y le pidió qué se explicara.

—El brujo que nos ha hecho desgraciados a todos —dijo—, suele venir a estas ruinas una vez al mes. No muy lejos de esta estancia hay una sala, en donde organiza festines junto con otros compañeros. Yo misma les he espiado muchas veces. Entonces se explican unos a otros sus vergonzosas acciones; a lo mejor, si él habla de las suyas, dice la palabra mágica que vosotros habéis olvidado.

—Oh encantadora princesa —dijo el Califa gritando—, dinos ¿cuándo viene y dónde está esta sala?

La lechuza se quedó un momento en silencio y luego dijo:

—No os lo toméis a mal, pero sólo os lo puedo decir con una condición.

—¡Adelante! ¡Adelante! —dijo el Califa gritando— .Ordena, haré lo que tu quieras.

—Al propio tiempo, a mí también me gustaría quedar libre, y esto solo ocurrirá si uno de vosotros se casa conmigo.

Pareció que las cigüeñas estaban algo interesadas por la proposición y el Califa hizo una señal a su criado para que le siguiese fuera un momento.

—Gran Visir —dijo el Califa delante de la puerta—, es un trato un poco tonto, pero lo podríais hacer.

—¿Pero? —respondió éste—. ¿Queréis que mi mujer me arranque los ojos cuando vuelva a casa? Además, yo ya soy un hombre viejo y vos aún sois joven y soltero, y bien que podéis casaros con una princesa joven y bonita.

—Exactamente —suspiró el Califa mientras dejaba caer las alas con tristeza—, ¿quién te ha dicho que ella es joven y bonita? Puede muy bien darnos gato por liebre.

Aún discutieron un buen rato. Finalmente, cuando el Califa vio que su Visir prefería más quedarse como cigüeña que casarse con la lechuza, llegó a la conclusión de que no había nada que hacer y que debería ser él mismo quien satisficiera la condición de casarse con ella. La lechuza estaba muy contenta y les confesó que no lo habían podido decidir en mejor momento, porque precisamente aquella misma noche era la que debían reunirse los brujos.

La lechuza abandonó la estancia con las cigüeñas para ir hacia aquella sala; caminaron un buen rato por un pasillo oscuro, finalmente les deslumbró una claridad que pasaba por la rendija de una pared medio derruida. Al acercarse la lechuza les exhortó a no hacer ruido alguno. Desde el agujero, en donde ellos estaban, se podía ver una gran sala. Por todas partes habían balaustradas pintadas y magníficamente adornadas. Muchas lámparas de colores substituían la luz del día. En medio de la sala había una mesa redonda provista con una selección de escogidos manjares, y alrededor de la mesa un sofá, en donde se sentaban ocho hombres. En uno de aquellos hombres las cigüeñas reconocieron aquel brujo que les había vendido los polvos mágicos. Entonces, el que estaba sentado al lado del brujo le pidió que les explicase sus últimas proezas. Entre otras, el hombre explicó la historia del Califa y su Visir.

—¿Qué palabra les dijiste que debían decir? —le pidió otro brujo.

—Una palabra latina bastante difícil: Mutabor.

(V)

Cuando las cigüeñas, a través de la rendija en la pared, oyeron la palabra casi se caen uno encima del otro. Con la velocidad que les permitían aquellas patas tan sumamente largas, corrieron tan deprisa hacia la puerta de las ruinas, que la lechuza apenas si les podía seguir. Una vez allí, el Califa enternecido le dijo a la princesa:

—Salvadora de mi vida y de la vida de mi amigo, para agradecerte esto que has hecho por mí y por mi amigo tómame por esposo.

Entonces, por supuesto, se colocó de cara a Oriente. Las cigüeñas hicieron tres reverencias con sus largos cuellos en dirección al sol que en aquellos momentos salía por detrás de las montañas.

Mutabor —gritaron.

Y, en un abrir y cerrar de ojos, volvieron a ser como eran, y estaban tan contentos con el regalo de la nueva vida que se echaron el uno en brazos del otro riendo y llorando. Pero la cara de sorpresa que pusieron cuando se dieron la vuelta, ¿cómo se podría describir? Ante sí tenían una preciosa dama, vestida majestuosamente, que dio sonriente la mano al Califa:

—¿Ya no conocéis a vuestra lechuza? —dijo ella.

Era ella. El Califa estaba tan entusiasmado con su belleza que exclamó que había sido una gran suerte que le hubiesen convertido en cigüeña.

Entonces se marcharon los tres hacia Bagdad. Junto con sus vestidos, el Califa había encontrado el estuche con los polvos mágicos y, además, la bolsa con el dinero. Así, en el primer pueblo que encontraron compraron todo lo que les hacía falta para el viaje y muy pronto estuvieron en la puerta de Bagdad. Y, evidentemente, la llegada del Califa causó una gran sorpresa, porque se le había dado por muerto y el pueblo estuvo muy contento de volver a tener a su señor entre ellos. Y, al saber lo ocurrido, se enardecieron todavía más contra el impostor Mizra.

Se dirigieron a palacio e hicieron prisioneros al brujo y a su hijo. Al viejo, el Califa le envió al mismo castillo en ruinas en donde había vivido la Princesa cuando era lechuza y lo hizo colgar. Pero al hijo, que no conocía los negocios de su padre, el Califa le dejó escoger entre morir o ‘aspirar’. Como escogió esto último, el Gran Visir le ofreció el estuche. Un intenso puñado y la palabra mágica del Califa le convirtieron en cigüeña y, entonces, el Califa lo hizo meter en una jaula de hierro que colocó en su jardín.

El Califa Chasid y su esposa la Princesa vivieron felices mucho tiempo; los momentos más divertidos siempre eran aquellos días por la tarde en que su Gran Visir les visitaba; entonces hablaban a menudo de las aventuras que habían vivido cuando eran cigüeñas, y el Califa se lo pasaba aún mejor, cuando el Gran Visir se dignaba imitar lo que hacían las cigüeñas; se ponía serio y caminaba arriba y abajo de la sala con las piernas rígidas, cloqueaba, agitaba los brazos como si tuviese alas se agachaba de cara a Oriente, y ponía cara de estar sumamente frustrado mientas gritaba mu... mu... Acto seguido el Visir miraba divertido hacia la puerta en donde representaba que estaba la princesa Lechuza porque quería que también participase la señora Califa.

En cuanto Selim Baruch hubo acabado su historia, los mercaderes aseguraron que se lo habían pasado muy bien con ella.

—¡Verdaderamente la tarde nos ha pasado sin que nos diéramos cuenta! —dijo uno de ellos mientras retiraba el techo de la tienda— el viento del atardecer es fresquito y podremos dejar atrás un buen trecho de camino.

Sus compañeros estuvieron de acuerdo; desarmaron las tiendas, y volvieron a formar la caravana, en el mismo orden en que había llegado a aquel lugar.

Cabalgaron casi toda la noche porque de día hacía demasiado calor, pero la noche era confortable y estrellada. Finalmente llegaron a un lugar acogedor, armaron las tiendas y se tumbaron a descansar. Además, todos los mercaderes se preocuparon de que el forastero estuviese bien instalado, tratándole como al huésped más apreciado. Uno le trajo almohadones, otro mantas, el tercero le proporcionó esclavos, en una palabra, estaba tan bien servido como si estuviese en casa; por fin, llegó el mejor momento del día, al levantarse decidieron, por unanimidad, esperar en aquel lugar a que oscureciera. En cuanto hubieron comido, se reunieron y el mercader más joven se dirigió al mayor y le dijo:

—Ayer Selim Baruch nos proporcionó una tarde entretenida; qué os parece, Achmet, si nos explicáis alguna cosa. Tanto si se trata de algún episodio de vuestra larga vida, que seguro tenéis alguna aventura para presumir de ella, como si se trata de un bonito cuento.

Después de este pequeño discurso Achmet permaneció en silencio durante largo rato, como si dudase si hacerlo o no, si esto o aquello debía o no decirlo. Finalmente, empezó a hablar:

—¡Queridos amigos! Durante este viaje que hemos hecho juntos habéis demostrado que sois unos buenos compañeros, y también Selim se ha ganado mi confianza; por eso quiero compartir con vosotros una experiencia de mi vida que, por eso mismo, no me gusta explicar ni explico a cualquiera: La historia del velero fantasma.


[i] Palabra latina que significa seré transformado.

 

Continuarà...