LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

IV

"Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que cuanto puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían envidiosos. Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por cubrirte: yo soy la belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte tu Dios en compensación? Nuestra existencia transcurrirá como un sueño, y será sólo un largo, eterno beso. Tira el vino del cáliz que te ofrecen, y serás libre. Yo te guiaré hacia islas desconocidas: dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo, bajo un baldaquín de plata, porque te amo, y quiero arrebatarte a Dios, hacia el cual tantos nobles corazones derraman inútilmente torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él."

Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una música de infinita dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y las frases que sus bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo profundo de mi corazón como si una boca invisible me las soplara en el alma. Me sentía muy dispuesto a renunciar a Dios, pero entretanto continuaba maquinalmente cumpliendo todas las formalidades del rito. La hermosa me echó una mirada tan suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas traspasaran mi corazón.

Demasiado tarde, ya estaba hecho: era sacerdote.

Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más desgarradora: la muchacha que ve caer a su lado al prometido, fulminado de improviso por un síncope, la madre que halla vacía la cuna de su niño, Eva a la puerta del umbral del Paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el sitio donde ocultara su tesoro, el poeta que ha dejado caer en el fuego la única copia del manuscrito de su obra más inspirada, no tienen ciertamente una expresión más desolada e inconsolable. Púsose blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le cayeron a lo largo del cuerpo. Se apoyó en un pilar, como si las piernas ya no pudieran sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente bañada de sudor más ardiente que el del Calvario. Me ahogaba. Vacilante me dirigí hacia la puerta de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas parecían aplastar mis espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el peso íntegro de la cúpula.

Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró bruscamente la mía: ¡una mano de mujer! No la había tocado nunca: era fría como la piel de una serpiente, y sin embargo me dejó una sensación ardorosa como la marca de un hierro abrasador. Era ciertamente ella.

-¡Desgraciado! ¿Qué has hecho? –murmuró, desapareciendo acto seguido entre el gentío.

Pasó ante mí el viejo obispo. Obsevándome con aire severo. En efecto, mi continente debía parecer harto extraño: palidecía y enrojecía de continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba vueltas. Uno de mis compañeros se compadeció de mi estado, tomándose la molestia de acompañarme de nuevo: solo, no hubiera encontrado ciertamente el camino del seminario. A la vuelta de una callejuela, mientras mi compañero miraba en otra dirección, un pequeño paje del color del ébano, extrañamente vestido, se me acercó y, sin detenerse, me entregó una pequeña cartera preciosamente historiada, haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga, y no la saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel con estas palabras: Clarimonde, en el palacio Concini. Estaba tan poco informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de Clarimonde, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.

 

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