LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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V
Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera indestructible, y ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo. Esa mujer me subyugaba ahora completamente, con una solo mirada había hecho de mí otro hombre, me había mostrado su imperio sobre mí y ya no existía sino en ella y para ella. Me dominaba la insensatez, besaba mi mano en el sitio en que ella la había rozado; horas enteras repetía su nombre. No debía hacer más que cerrar los ojos para verla tan claramente como si en realidad estuviera presente, y me repetía de continuo las palabras que ella pronunciara en la puerta de la iglesia: "Desgraciado, ¿qué has hecho?". Me daba cuenta del horror de mi situación y todos los aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con nitidez; ¡ser sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor, no cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la sombra gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos sino con moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar siempre luto con esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría servir muy bien además como sudario para envolverse en el ataúd. Sentía mi vida igual que un lago interior que crece y se rebasa; mi sangre latía desbocada en las arterias con violencia y mi juventud, largo tiempo ahogada, brotaba de golpe en un irrefrenable estallido cual el áloe que tarda un siglo en florecer y se abre con la violencia de un trueno. ¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonde? No hallaba ningún pretexto para salir del seminario, pues que no tenía amistades en la ciudad. Además, ni siquiera debía quedarme en esos lugares, antes esperaba que me destinaran a una parroquia. Intentaba arrancar las barras de mi ventana, pero estaba a una altura impresionante, y además no tenía una escala de cuerdas, por consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra parte, sólo hubiera podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir de apuros en el dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas dificultades, que para otro tal vez hubieran sido insignificantes, parecían insalvables al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin experiencia, sin dinero y sin ropas. ¡Ah!-me decía en mi fuero interno ciego a toda sensatez-, si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido su amante, su esposo, me decía, y, en vez de encontrarme aquí envuelto en este siniestro sudario, llevaría ropas de seda y terciopelo, cadena de oro, espada y plumas, como todos los perfectos caballeros. Mis cabellos, en vez de recibir la humillación de una ancha tonsura, se ondularían alrededor de mi cuello en un movimiento de rizos. Tendría un hermoso bigote, sería un valiente galán. En cambio, una sola hora pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de mala gana, habían bastado para sacarme completamente del número de los vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo mismo había echado el cerrojo de mi prisión! Me asomé a la ventana: el cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían puesto sus ropajes primaverales, la naturaleza resplandecía con un gozo que me parecía irónico. La plaza del lugar estaba llena de gente que iba y venía. Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas, hacia la sombra de los jardines y los emparrados. Pasaban algunas comitivas, entre cantos y estribillos de bebedores: tal movimiento, el ímpetu y la alegría general, hacían resaltar aún más lastimosamente mi lucha y mi soledad. Una joven madre jugaba con su hijito en la puerta de su casa. Besaba su boquita de rosa perlada de gotas de leche y le hacía carantoñas con esas mil puerilidades que únicamente una madre puede hacer. El marido, de pie cercano a ellos, sonreía con dulzura ante tan tierno espectáculo, y sus brazos cruzados sobre el corazón parecían estrechar la dicha. No pude soportar semejante escena, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.
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