LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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XVII
Aunque todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y yo no fuera culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos tan impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante, real o producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy pronto y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas pérfidas riberas. Serapión me dirigía las exhortaciones más enérgicas, y me reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que estaba más inquieto que de costumbre, me dijo: -Para libraros de esta obsesión no hay más que un remedio, y; aun cuando sea extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada Clarimonde. Es necesario desenterrara, y que veáis en cuál estado lastimoso se encuentra el objeto de vuestro insano amor. Ya no os sentiréis tentado de perder el alma por un inmundo ser, devorado por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volveréis de seguro en vos, después de esta experiencia. Estaba tan enervado por aquella doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién, entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no podía durar. El abad Serapión se proveyó de una azada, una leva y una linterna y a medianoche fuimos al cementerio de *** cuya disposición conocía al dedillo. Después de haber iluminado varias lápidas con la linterna, llegamos finalmente a una piedra semioculta por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas parásitas, sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción: Aquí yace Clarimonde que fue, mientras vivió, la más bella del mundo... -Es justamente aquí -dijo Serapión-, y posando en tierra la linterna, introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y comenzó a levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con la azada. Le miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En cuanto a él, doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en sudor, jadeaba, y su afanosa respiración parecía el estertor de un agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto, nos tomara por profanadores o ladrones de sudarios, antes que por dos sacerdotes. El celo de Serapión tenía algo de duro y salvaje que lo tornaba más semejante a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y su rostro de grandes rasgos austeros, profundamente marcados por el reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Sentía un sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se erizaban en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero Serapión como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de las nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros surgiera un triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos, encaramados en los cipreses, inquietados por el resplandor de la linterna, venían a batir pesadamente contra el vidrio sus alas polvorientas, emitiendo penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo lejos, y mil ruidos siniestros laceraban el silencio. Finalmente, la azada de Serapión golpeó el ataúd, y se escucharon resonar sus tablas con un rumor seco y sonoro, ese espantoso rumor sordo que sale de la nada cuando se la roza.
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