LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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XVIII
Serapiön abrió la tapa, y vi a Clarimonde, blanca como el mármol, juntas las manos. El albo sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota roja parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapión, al verla, se enfureció: -¡Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada, bebedora de sangre y de oro! Asperjó con agua bendita el cuerpo y el ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre Clarimonde, apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en polvo. No quedó más que una mezcla informe de cenizas y huesos medio calcinados. -He aquí vuestra amante, señor Romualdo- dijo el inexorable presbítero mostrándome esos tristes despojos-, ¿aún estaríais tentado en dar un paseo por el Lido y Fusine con semejante belleza? Bajé la cabeza. Una gran ruina se hizo en mi interior. Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante de Clarimondw, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche siguiente vi a Clarimonde; quien me dijo como la primera vez en el portal de la iglesia: -¡Desdichado!, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese sacerdote imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te había hecho para darte el derecho de violar mi tumba poniendo al desnudo las miserias de mi nada? Toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos está por siempre rota. Adiós. No me olvidarás. Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca más. Por desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la lloro todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor de Dios no fue luego sobrado para remplazar al suyo. Ésta es, hermano, la historia de mi juventud. No miréis jamás a una mujer, y caminad con los ojos bajos, porque, por casto y tranquilo que seáis, basta un minuto para perder la eternidad.
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