LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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XVI
-No moriré más. ¡No moriré más! -gritó loca de alegría colgándose de mi cuello-; podré amarte aún más tiempo. Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti. Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier elixir, me han devuelto a la vida." Esta escena me dejó largamente meditabundo, suscitándome los más extraños pensamientos sobre Clarimonde. Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de nuevo a mi presbiterio, volví a ver al abad Serapión, más grave y más preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: -No contento con perder el alma, ahora queréis perder también vuestro cuerpo. Joven infeliz, habéis caído en una trampa. El tono con que pronunció estas pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella impresión no me duró mucho; numerosos cuidados disiparon mi atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonde vertía un polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba prepararme al término de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los labios, y luego la puse sobre un mueble, como si tuviera la intención de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa me volvió las espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después a mi cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonde entró en camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se tendió junto a mí en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera verdaderamente dormido, luego me desnudó un brazo y, quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar: -¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi alfiler! Ya que tu me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor mío, beberé tu hermosa sangre, tan brillante. Duerme, mi bien; duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré ningún mal, no tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todos el resto me repugna. ¡Qué hermoso brazo, redondo, blanco! No me decido a punzar esta bella pequeña vena amor mío. Y mientras hablaba lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo que ella tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se puso a chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas, el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto, luego de haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó inmediatamente. Ya no podía dudar, el abad Serapión tenía razón. Sin embargo, a pesar de la certeza, no podía impedirme amar a Clarimonde, y le hubiera dado con gusto toda la sangre que necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por otra parte, ni siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo que había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía, además, venas copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta me hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: -Bebe, y que mi amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre. Evitaba aludir al narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban atormentándome como nunca, y no sabía cuáles nuevas maceraciones inventar para dominar y mortificar mi carne.
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