LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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XIII
-Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros mortecinos y terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a la vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi cuerpo. ¡Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían cubierto! Mira: las palmas de mis manos está martirizada.¡Bésalas: sólo así las curarás, amor mío! Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las bese muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable complacencia. Confieso para mi vergüenza que había olvidado completamente los consejos del abad Serapión, y mi propio hábito talar. Había caído sin oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni siquiera había intentado rechazar la tentación. La frescura que emanaba de la piel de Clarimonde penetraba en la mía, y sentía correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio. Por lo menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada sobre el costado de mi mala cama, en una actitud llena de indolente coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi rostro, de diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más seductora charla. -Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y te buscaba por todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal momento y me dije en seguida: ¡es él! Y te lancé una mirada con todo el amor que había tenido y tendría por ti. Aquella mirada era capaz de condenar a un cardenal, de arrodillar a mis plantas a un rey ante su corte, mas tú quedaste imperturbable prefiriendo a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de Dios, a quien amas más que a mí! Qué infeliz soy. No tendré jamás tu corazón para mí sola, para mí, a quien resucitaste con tu beso, para mí, Clarimonde la muerta, que por ti ha forzado la tumba y vengo a dedicarte mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz. Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me aturdieron al punto de que, para consolarla, osé proferir una blasfemia terrible y decirle que la amaba al menos tanto como a Dios. Inmediatamente sus pupilas se reavivaron. -Es verdad. Me amas tanto como a Dios -exclamó abrazándome- Desde el momento que es así, vendrás conmigo y me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos horrendos ropajes negros. Serás el más bello y el más envidiado de los caballeros, serás mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de Clarimonde, de aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada llevaremos. Mi señor, ¿cuándo partimos? -¡Mañana! ¡Mañana! - grité en mi delirio. -Esta bien, mañana -prosiguió Clarimonde -Tendré así tiempo para cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso, no conviene a un largo viaje. Necesito además avisar a mis servidores que aún me creen muerta. Dinero, ropajes, carruaje, todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón mío. Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se extinguió, las cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un sueño de plomo, un sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome en la inconsciencia hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella singular aparición me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de que había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer que no fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche, después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.
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