LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

XIV

Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día anterior se reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo Clarimonde no ya diáfana en su blanco sudario y con las violetas de la muerte en las mejillas, sino gaya, decidida y esplendorosa, en un soberbio vestido de terciopelo verde con recamados de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de satén.. Sus rizos rubios escapaban de un amplio sombrero negro, recargado de blancas plumas colocadas caprichosamente; tenía ella en la mano una pequeña fusta rematada en oro. Me tocó suavemente y me dijo:

-¿Entonces, bello durmiente? ¿Es así cómo te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay tiempo que perder. Vístete y partamos.

Salté fuera del lecho.

-Anda, vístete y vámonos –me dijo señalándome un envoltorio que portaba-; los caballos se aburren y tascan el freno en la entrada. Habríamos de encontrarnos a diez leguas de aquí ya. 

Me vestí en el acto, ella misma me entregaba las ropas, sacándolas del paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma, presentándome luego, cuando ya estaba listo, un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo.

-¿Te place? ¿Quieres tomarme como tu camarera personal?

No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de cuanto una estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha sido sacada. Mi antigua figura no parecía ser sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente requerida por esta metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes, aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un personaje completamente distinto y me asombró el poder de unas varas de tela cortadas con buen gusto. El espíritu de la ropa penetraba en mi piel y al cabo de diez minutos había adquirido ya cierto aire vanidoso. Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una cierta soltura de movimientos. Clarimonde me observaba maternal, satisfecha de su obra:

-Bien, basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo. Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino si queremos llegar. Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas las puertas se abrían ante ella, a su sola aparición, y pasamos junto al perro sin despertarle

En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que me hiciera de guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos negros, uno para cada uno de nosotros. Esos caballos debían ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas por el Céfiro, porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se levantara en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de árbol en árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Pronto aparecimos en una llanura donde, junto a un bosquecillo, nos aguardaba un carruaje con cuatro vigorosos corceles; subimos y el cochero les hizo galopar de una manera insensata. Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonde y estrechaba una de sus manos mientras ella descansaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan dichoso. Lo olvidé todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido sacerdote que lo que sentí en el vientre de mi madre, tan fuerte era la seducción que el espíritu maligno ejercía en mí.

Desde aquella noche en adelante mi naturaleza, en cierto sentido, se duplicó: había en mí dos hombres, uno de los cuales no conocía al otro. A veces me creía un sacerdote que todas las noches pensaba ser un joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven señor fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote detestaba las acciones disolutas del joven señor. Dos espirales encajadas una en la otra, sin jamás tocarse no obstante, representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala que fue la mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo, haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre conservé bien precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o sea, el sentimiento de un mismo "yo" que podía subsistir en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta, sea que creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor Romualdo, amante reconocido de Clarimonde.

Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar, en Venecia.  Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de realidad y cuánto de ilusión en esa extraña aventura.

 

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