LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

XII

-La cortesana Clarimonde murió días pasados tras una orgía de ocho días y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se han repetido los hechos horripilantes de los festines de Baltazar y de Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados eran servidos por esclavos de piel negra que hablaban una lengua desconocida y que, a mi entender, no son sino demonios; la librea del de menor catagoría habría vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonde han corrido muchas extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera mísera o violenta. Se ha dicho también que era una mujer vampiro. Pero para mí, es Belcebú en persona.

Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en mí tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir nombrar a Clarimonde, y la noticia de su muerte. Además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de la cual fui testigo, me produjo una turbación y un terror se manifestaron en mi rostro, aunque yo hiciera de todo para dominarme. Serapión me lanzó una ojeada preocupada y severa. Luego me dijo:

-Hijo mío, debo poneros en guardia. Tenéis un pie sobre un abismo: cuidad de no precipitaros en él. Satanás usa de pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas. Sería necesario cerrar la piedra sepulcral de Clarimonde con triple sello, porque parece que esta ni siquiera es la primera vez que ha muerto. Dios vele sobre vos, Romualdo".

Y Serapión, volviéndome las espaldas, se marchó con lentitud. No volví a verle, ya que partió para S*** inmediatamente después.

Estaba por completo restablecido, y ahora había retomado mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonde y las palabras del viejo abad estaban siempre presentes en mi espíritu, a pesar de que ningún evento extraordinario hubiera venido a confirmar las funestas prevenciones de Serapión. Comenzaba a pensar que sus temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una noche tuve un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí levantarse las cortinas de mi lecho.

Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina estaba ante mí. Reconocí en seguida a Clarimonde. Tenía en la mano una linternilla del tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo resplandor tornaba aún más transparentes sus dedos afilados otorgándoles una rosada coloración que se difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Por toda vestimenta tenía el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, cuyos pliegues retenía sobre el pecho  como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida; pero su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la palidez de su carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en aquel fino tejido que traicionaba todos los contornos de su joven cuerpo, se hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista que una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la lamparilla sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me dijo, inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo argentina y aterciopelada que nunca escuché en nadie:

 

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