LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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XI
-Romualdo", me dijo con voz lánguida y dulce, como las vibraciones últimas de un arpa-. ¿Qué haces? Te he esperado tan largamente que me he muerto. Pero estamos prometidos. Podré verte y llegarme hasta ti. ¡Adiós, Romualdo, adiós! Te amo y te ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí por un instante con un beso. Hasta pronto. Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me ceñían. Un torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró en la estancia; el pétalo postrero de la rosa blanca tembló como un ala durante unos segundos en el extremo del tallo para soltarse después y echar a volar a través de la abierta ventana, llevándose el alma de Clarimonde. La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el pecho de la hermosa difunta. Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el pequeño dormitorio de mi presbiterio mientras el viejo perro de mi antecesor me lamía la mano que pendía fuera de la manta.. La anciana ama de llaves se afanaba en la habitación con senil agitación, abriendo y cerrando gavetas, o mezclando polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos, Bárbara dio un gritito de alegría, el perro ladró moviendo el rabo, pero yo estaba tan débil que no pude decir una palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había permanecido en aquel estado durante tres días enteros, no dando otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, ignoro dónde estuvo mi espíritu durante ese tiempo pues no conservo recuerdo alguno. El ama de llaves me refirió que el mismo hombre de la piel oscura que me viniera a buscar de noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera, marchándose en seguida. Apenas pude discernir las ideas, repasé mentalmente todas las circunstancias de aquella noche fatal. Al principio pensé que quizás había sido víctima de una ilusión, pero la existencia de circunstancias reales y palpables destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer que había soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo hizo extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el entorno de un castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a Clarimonde. Una mañana vi entrar al abad Serapión. Bárbara le había hecho llegar que estaba enfermo y él acudió solícito. No obstante su diligencia que evidenciaba afecto e interés hacia mí, no me complacieron como hubieran debido. El padre Serapión mostraba en la mirada un aire penetrante e inquisitorial que me molestaba. Me sentía confuso y culpable frente a él, ya que había descubierto mi profunda turbación y temía su clarividencia. Mientras me pedía noticias de mi salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí sus amarillas pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una sonda en el fondo del alma. Después, me hizo algunas preguntas sobre el modo como yo gobernaba mi parroquia, si me encontraba bien en ella, cómo empleaba mi tiempo libre, cuáles eran mis lecturas favoritas, y otras cuestiones insignificantes de este género. Yo le respondía brevemente e incluso él mismo iba de un tema a otro sin esperar a que hubiera concluido. La conversación no tenía, es evidente, ninguna relación con aquello que en realidad él había venido a decirme. De pronto, sin preámbulo alguno, como si de improviso se hubiera acordado de algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante, que resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final:
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