LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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X
Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la muerta, extendida, con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta de una sábana de lino, de una blancura deslumbradora, que resaltaba aun más al lado del color sanguíneo de las colgaduras y tan sutil que no lograba ocultar nada del seductor relieve de su cuerpo. Antes bien se dijera una estatua de alabastro cincelada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o mejor, una joven durmiente sobre quien hubiera caído la nieve. No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me exaltaba, el aroma febril de rosa medio marchita me subía al cerebro y yo caminaba a largos pasos por toda la estancia, parándome continuamente ante cada columna del lecho para contemplar a la hermosa difunta, bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos pasaban por mi mente. Me imaginaba que no estuviera realmente muerta, y que todo fuese una maña suya para atraerme al castillo y hablarme de su amor. Por unos instantes creí ver que movía su pie bajo la blancura de los velos alterándose los pliegues del sudario. Y luego me dije: ¿Será de verdad Clarimonde? ¿Qué prueba tengo de ello? El pajecito negro podría haber cambiado de dueña. Soy un loco en desesperarme así. Pero mi corazón replicaba;: es ella, claro que es ella. Me aproximé al lecho mortuorio, y miré con intensidad aún mayor la causa de mi tortura. ¿Debo confesarlo? La perfección de sus formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaba más de lo que fuera el caso, y ese reposo era tan semejante a un simple sueño que cualquiera habría podido engañarse.
Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y me creí un esposo que por vez primera entra en la cámara de la joven mujer que, púdica, se cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado del gozo, temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y levanté lentamente la punta del sudario, reteniendo la respiración por temor de despertarla. Mis venas latían con un ímpetu tal que las sentía zumbar en las sienes y mi frente se hallaba sudorosa cual si hubiera levantado una lápida de mármol. Era en efecto Clarimonde, como la viera en la iglesia el día en que había sido ordenado sacerdote: estaba seductora como entonces, y la muerte le agregaba sólo una coquetería complementaria. L palidez de sus mejillas, el tenue rosa de sus labios, sus largas pestañas trazando una sombra en esta blancura lo comunicaban una expresión de melancólica castidad y de abstraído sufrimiento de una atracción indescriptible. Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules aureolábanle la cabeza ocultando entre sus bucles la desnudez de sus hombros; sus hermosas manos, más puras y diáfanas que la sagrada forma se hallaban plegadas en gesto de piadoso reposo y oración, y esto desvirtuaba el atractivo que hubiera podido simular, hasta en la muerte, la exquisita redondez y el tono marfileño de sus brazos desnudos que todavía conservaban los brazaletes de perlas. Permanecí largamente absorbido en aquella muda contemplación, y en tanto más la miraba, menos podía convencerme de que la vida hubiera podido verdaderamente abandonar ese cuerpo maravilloso. Ignoro si fue un espejismo o el reflejo de la lámpara, pero hubiese supuesto que la sangre fluía nuevamente bajo aquella mate palidez, no obstante, ella permanecía inmóvil. Le toqué ligeramente el brazo, estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el portal de la iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el suyo vertiendo sobre sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia. Qué agonía aquella vigilia. Hubiera deseado poder reunir mi existencia para regalársela y soplar sobre su frío cuerpo el fuego que me consumía. La noche avanzaba y, sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los labios de aquella que había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una leve respiración se unió a la mía y los labios de Clarimonde respondieron a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron, recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los brazos y me los echó alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis.
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