LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier |
2007
Divulgación cultural
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I Hermano mío, tenéis curiosidad por saber si yo he amado: pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque tenga ahora sesenta y seis años, soy siempre harto reacio a la idea de remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero no voy a callaros nada: en todo caso, nunca haría un relato de este género a un alma menos experta que la vuestra. Se trata de sucesos tan extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más de tres años, a merced de una ilusión singular y diabólica. Yo, pobre sacerdote de pueblo, he llevado todas las noches en sueños (¡quiera Dios que sólo haya sido un sueño!) una vida mundana y condenada, una vida de Sardanápalo. Me bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de sexo femenino, para casi llevar mi alma a la perdición; pero por fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto momento, se había complicado con una vida nocturna suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día, era un cura casto enteramente ocupado en plegarias y cosas santas; pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor, blasfemo; y cuando, al alba, me despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber visto; y, aunque jamás haya salido de las paredes de mi parroquia, se diría, sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido que, después de haberme aprovechado de todos los placeres que ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una curato ignorado por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo. Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches! La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología y pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y más temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado sacerdote durante la semana de Pascua. Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al nombre de mujer, pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de una inocencia perfecta. Sólo veía a mi anciana y enferma madre dos veces al año y en tal consistía toda mi relación con el exterior. No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba a punto de contraer: me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novia alguna ha contado las horas que le separan de las bodas con ardor más febril que el mío: no podía siquiera dormir, excitado por la idea de que podría decir misa. ¡Ser sacerdote!: no concebía nada más bello en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta. Mis ambiciones no sobrepasaban ese límite.
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