LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

II

Os relato esto para demostraros cómo cuanto después me acaeció no debió tener lugar pues fui víctima de una inexplicable fascinación.

Llegado el gran día, me encaminé hacia la iglesia con paso tan ligero, que me parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y me extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque éramos muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis. El obispo, anciano venerable, me parecía Dios en actitud de contemplar su propia eternidad, y a través de las bóvedas del templo entreveía el cielo.

Vos, hermano, conocéis todos los pormenores de la ceremonia: bendición, comunión, unción de la palma de las manos con el aceite de los catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se ofrece al unísono con el obispo.

No me detendré en esto. ¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer un pacto anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de pronto la cabeza y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera podido tocarla (aun cuando, en realidad, estuviera más bien lejos), a una joven mujer de rara belleza, vestida como una reina. Fue como si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de un ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso hasta ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios empalidecieron en sus candelabros de oro, como las estrellas al sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo una tiniebla completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel escenario de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara por sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más, para sustraerme a toda sugestión que pudiera provenir del exterior; porque, en realidad, me sentía siempre más desviado y sabía siempre menos lo que debía hacer.

Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de las pestañas, la veía brillar en una penumbra púrpura, como si estuviera mirando el sol.

¡Oh, cuán hermosa era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de hacer el divino retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de poeta podría dar idea de ella.

Era alta, con una cintura y un aspecto de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se apartaban en la frente cayendo sobre sus sienes como dos riachuelos dorados;, semejaba una reina con su aderezo; la frente, de una blancura azulina y traslúcida, se abría despejada y serena sobre los arcos de sus oscuras pestañas, singularidad que contrastaba con las pupilas de un verde marino poseedoras de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un sólo destello disponían el destino de cualquier hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos, disparaban rayos como saetas directas a mi corazón. Yo no sé aún si la llama que los iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba del uno o del otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá ambas cosas, no había nacido del flanco de Eva, la madre universal. Sus dientes eran perlas de Oriente que iluminaban su roja sonrisa, y a cada mohín de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosado de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de una altivez majestuosas, revelando un indudable y noble origen. Sobre la piel resplandeciente de sus hombros semidesnudos jugaban preciosas ágatas y unas rubias perlas, de color parejo al de su cuello, que descendían sobre su pecho. De vez en cuando alzaba la cabeza con un movimiento serpentino de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado, que la circundaba como una malla plateada.

 

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