CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu
2006 Divulgación cultural

2

Una tarde de verano, particularmente apacible, mi padre me pidió que le acompañara a dar un paseo por el maravilloso bosque que se extiende ante el castillo.

-El general Spieldorf no vendrá a visitarnos, como esperábamos -me dijo, durante el paseo.

Nuestro vecino debía pasar varias semanas en el castillo. Con él debía venir también su joven sobrina y pupila, la señorita Reinfelt. Yo no conocía a la señorita Reinfelt, pero me la habían descrito como una joven encantadora. Quedé muy desilusionada ante la noticia que acababa de darme mi padre; mucho más de lo que pueda imaginar alguien que viva habitualmente en la ciudad. Aquella visita, y la nueva amistad que seguramente había de surgir de ella, había sido objeto diario de mis pensamientos durante muchas semanas.

-¿Cuándo vendrá? -pregunté.

-El próximo otoño. Dentro de un par de meses -respondió mi padre, y añadió: -Me alegro, querida, de que no hayas conocido a la señorita Reinfelt.

-¿Por qué? -inquirí, molesta y curiosa al mismo tiempo.

-Porque la pobre muchacha ha muerto.

Quedé sumamente impresionada. El general Spieldorf decía en su última carta, seis o siete semanas antes, que su sobrina no se encontraba muy bien, pero nada hacía pensar en la posibilidad, ni siquiera remota, de un grave peligro.

-Aquí tienes la carta del general -continuó mi padre, entregándomela-. Me parece que está muy trastornado. Indudablemente, cuando escribió la carta se hallaba muy excitado.

Nos sentamos en un banco de piedra, junto al sendero de los tilos. El sol desaparecía con todo su melancólico esplendor detrás del horizonte selvático, y el torrente que discurría junto a nuestra mansión reflejaba el colorido escarlata del cielo, cada vez más pálido.

La carta del general Spieldorf era tan insólita y apasionada, que la releí detenidamente para comprender su sentido. Quizás el dolor había trastornado su mente.

Decía así:

He perdido a mi querida sobrina: la quería como a una hija. La he perdido, y solamente ahora lo sé todo. Ha muerto en la paz de la inocencia y en la fe de un futuro bendito. El monstruo que ha traicionado nuestra ciega hospitalidad ha sido el culpable de todo. Creí recibir en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una compañía querida para mi Berta. ¡Dios mío! Qué loco he sido! Consagraré los días que me quedan de vida a la caza y destrucción del monstruo. Sólo me guía una débil luz. Maldigo mi ceguera y mi obstinación... todo... Es demasiado tarde. En estos momentos no puedo escribir ni hablar con serenidad; estoy demasiado trastornado. En cuanto esté mejor me dedicaré a la búsqueda e iré posiblemente hasta Viena. Dentro de un par de meses, hacia el otoño, iré a visitaros, si es que aún estoy vivo. Al propio tiempo os contaré lo que ahora no tengo fuerzas para escribir. Adiós. Rogad por mí, queridos amigos.

Aquí terminaba la carta. Si bien yo no había conocido a Berta Reinfelt, mis ojos se llenaron de lágrimas. La noticia de su muerte me impresionó muchísimo.

Devolví a mi padre la carta del general. El sol se hundía cada vez más en el ocaso y la tarde era dulce y clara. Paseando bajo la tibia luz del atardecer, nos entretuvimos haciendo cábalas sobre el posible sentido de las incoherentes y violentas afirmaciones de aquella carta. En el puente levadizo encontramos a la señorita Lafontaine y a la señora Perrodon, que habían salido a admirar el magnífico claro de luna.

Frente a nosotros se extendía el prado por el cual nos habíamos paseado. A la izquierda, el camino discurría bajo unos venerables árboles y desaparecía en la espesura del bosque. A la derecha, la carretera pasaba sobre un puente severo y pintoresco a la vez, junto al cual se erguía una torre en ruinas. En el fondo del prado, una ligera neblina delimitaba el horizonte con un velo transe, y de cuando en cuando se veían brillar las aguas del torrente a la luz de la luna.

La señora Perrodon era más bien gruesa y veía todas las cosas desde un punto de vista romántico. La señorita Lafontaine pretendía ser psicóloga y algo mística. Aquella tarde afirmó que la intensa luminosidad de la luna estaba en relación directa con una especial actividad espiritual. Los efectos de una luna llena como aquélla podían ser múltiples. Influía en los sueños, en la locura, en la gente nerviosa y hasta en los hechos materiales.

-Esta noche -dijo-, la luna está llena de influjos magnéticos. Mirad cómo brillan las ventanas con un resplandor plateado, como si unas manos invisibles hubieran iluminado las estancias para recibir huéspedes espectrales.

En aquel momento, el insólito rumor de las ruedas de un carruaje y del galope de muchos caballos sobre la carretera atrajo nuestra atención. Parecía aproximarse descendiendo de la colina que dominaba el viejo puente; muy pronto, un pequeño tropel desembocó por aquel punto. Primero cruzaron el puente dos caballeros, luego apareció un carruaje tirado por cuatro corceles, y finalmente otros dos caballeros que cerraban el cortejo.

Parecía el coche de una persona de rango. Nuestra atención quedó prendida en aquel espectáculo inusitado, que no tardó en hacerse aún más interesante, porque, cuando apenas habían pasado la curva del puente, uno de los caballos del tiro se desbocó y, contagiando su pánico a los otros, arrancó a todo el tiro con un galope desenfrenado, irrumpiendo entre los caballeros que precedían al carruaje y avanzando hacia nosotros con la violencia y la furia de un huracán.

En aquel momento culminante, la escena adquirió caracteres de tragedia, debido a unos gritos femeninos procedentes del interior del vehículo.

Mi padre permaneció en silencio, mientras nosotras lanzábamos exclamaciones de terror. El final no se hizo esperar. El punto de enlace de la carretera con el puente levadizo estaba delimitado a un lado por un soberbio tilo, y al otro por una cruz de piedra. Los caballos, que marchaban a una velocidad vertiginosa, se desviaron asustados al ver la cruz, arrastrando las ruedas contra las raíces salientes del árbol. Asustada por lo que podía ocurrir, me tapé el rostro con las manos, no resistiendo la idea de ver cómo la carroza se salía del camino. En aquel mismo instante oí el grito de mis compañeras, que estaban un poco más adelantadas que yo. Abrí los ojos, impulsada por la curiosidad, y contemplé una escena sumamente confusa. Dos caballos yacían en el suelo. El carruaje estaba volcado, apoyado sobre uno de sus lados, con dos ruedas al aire. Los hombres se afanaban arreglando el vehículo, de cuyo interior había salido una señora de aspecto autoritario, que retorcía nerviosamente entre sus manos un pañuelo. Ayudamos a salir del carruaje a una joven, al parecer desmayada. Mi padre se había acercado a la señora de más edad, sombrero en mano, ofreciéndole ayuda y cobijo en el castillo. La señora no parecía oír nada, y sólo tenía ojos para la frágil muchachita que había sido reclinada en el respaldo de un banco.

 

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