CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu |
2006
Divulgación cultural
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3 Me acerqué. La joven había perdido el conocimiento, pero sin duda estaba con vida. Mi padre, que se preciaba de tener algunas nociones médicas, le tomó el pulso y aseguró a la señora, que se había presentado a sí misma como madre de la muchacha, que la pulsación, si bien débil e irregular, era perceptible. La señora juntó sus manos y alzó los ojos al cielo, al parecer en un momentáneo transporte de gratitud; luego, repentinamente, se desahogó haciendo gestos teatrales, que, sin embargo, son espontáneos en cierto tipo de personas. Era una mujer de buen ver, que en su juventud debió de haber sido seductora. Delgada, aunque no flaca, iba vestida de terciopelo negro. Su pálida fisonomía conservaba una expresión orgullosa y autoritaria, a pesar de la agitación del momento. -¡Qué desgracia la mía! -exclamó, retorciéndose las manos-. Estoy efectuando un viaje que es cuestión de vida o muerte. Una hora de retraso puede tener consecuencias irreparables. No es posible que mi hija pueda restablecerse del golpe recibido y continuar un viaje cuya duración no es posible prever. Deberé dejarla forzosamente en el trayecto. No quiero correr el riesgo de llegar con retraso. ¿A qué distancia se encuentra el pueblo más próximo? Es necesario que la lleve hasta allí, para recogerla a mi regreso. ¡Y pensar que tendré que pasar por lo menos tres meses sin ver a mi querida hija, sin tener noticias suyas! Tiré a mi padre de la chaqueta y le susurré al oído: -Padre, dile que la deje con nosotros... me gustaría mucho. Hazlo por mí. -Si la señora quiere confiar su hija a los cuidados de la mía y de nuestra ama, la señora Perrodon, si permite que su hija se quede con nosotros, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, lo consideraremos como un gran honor y tendremos para ella los cuidados y la devoción que el deber de la hospitalidad imponen -dijo mi padre solemnemente. -No puedo aceptarlo- respondió la desconocida, con mucha circunspección- ; sería abusar demasiado de su amabilidad. -Al contrario, nos haría un gran favor. Precisamente vendría a llenar un inesperado vacío. Hoy mismo, mi hija ha sufrido una gran desilusión, debido a la noticia de que se ha frustrado una visita que esperábamos. Si confía su hija a nuestros cuidados, será su mejor consuelo. En el aspecto y actitudes de aquella señora había algo tan especial e imponente, y en cierto sentido fascinante, que, aun prescindiendo del séquito que la acompañaba, daba la impresión de ser una persona de rango. Entretanto, el carruaje había sido levantado y los caballos, ya calmados, estaban de nuevo enganchados. La dama dirigió a su hija una mirada que a mí no me pareció afectuosa, como era de esperar después de la terrible escena, y seguidamente llamó a mi padre con un gesto y se apartaron unos pasos de nosotros. Mientras hablaba, la señora mantuvo una expresión fría y grave, muy poco acorde con su anterior conducta. Conversaron unos minutos; luego, la dama regresó y dio unos pasos hacia su hija, que yacía entre los brazos de la señora Perrodon. Se arrodilló a su lado y le susurró algo al oído. La besó con apresuramiento y luego entró precipitadamente en el carruaje, cerrando la portezuela, mientras los postillones trepaban al pescante y los batidores espoleaban sus caballos. Los postillones hicieron restallar sus látigos y los caballos se lanzaron al galope; el carruaje desapareció entre una nube de polvo, seguido de los dos caballeros que cerraban el cortejo. Seguimos con la mirada su carrera hasta que desapareció definitivamente entre la niebla y dejó de oírse el chirrido de sus ruedas y fragor de los cascos de los caballos lanzados al galope. Para demostrar que no habíamos sido víctimas de una alucinación quedaba entre nosotros la muchacha, que precisamente en aquel momento estaba recobrando el sentido. No pude verla, porque tenía el rostro vuelto hacia la parte opuesta al lugar donde yo me encontraba, pero oí su voz, muy dulce, que preguntaba en tono suplicante: -¿Dónde está mi madre? ¿Dónde estoy? No veo el carruaje ... La señora Perrodon contestó a sus preguntas lo mejor que pudo, y, paulatinamente, la joven fue recordando lo que había sucedido. Al enterarse de que nadie había sufrido el menor daño, quedó muy aliviada. Pero cuando le dijimos que su madre la había dejado a nuestro cuidado y que tardaría unos tres meses en regresar a buscarla, se echó a llorar. Iba a acercarme a ella para ayudar a la señora Perrodon en sus esfuerzos por consolarla, pero la señorita Lafontaine me detuvo, diciendo: -No se acerque a ella, señorita. En el estado en que se encuentra, no podría soportar más de una persona a la vez. Pensé que podría visitarla en cuanto la hubieran acomodado en su habitación. Entretanto, mi padre había enviado en busca del médico que vivía a unas dos leguas de distancia, y ordenó preparar una habitación para alojar a la muchacha. La desconocida se puso en pie y, apoyándose en el brazo de la señora Perrodon, cruzó lentamente el puente levadizo y entró en nuestro jardín. La camarera la acompañó inmediatamente a la habitación que le había sido destinada. -¿Le agrada nuestra invitada?- pregunté a la señora Perrodon -. Dígame qué impresión le ha causado. -Me agrada mucho -contesto-. Creo que es la muchacha más bonita que he visto en toda mi vida. Tiene aproximadamente la edad de usted y es verdaderamente encantadora. -¿No se han dado cuenta de que en el carruaje había otra persona? -intervino la señorita Lafontaine-. Una mujer que ni siquiera ha asomado la cabeza. No, no la habíamos visto. La señorita Lafontaine nos describió a un extraño personaje, vestido de negro, con un turbante rojo en la cabeza, que miraba continuamente por la ventanilla, haciendo gestos y muecas de desprecio en dirección a las dos mujeres. Tenía unos ojos saltones y sus dientes salientes parecían los de una arpía. -¿Han notado ustedes el desagradable aspecto que tenían los sirvientes? -preguntó a su vez la señora Perrodon. -Sí -convino mi padre-, parecían mastines. Nunca había visto tipos como ésos. Espero que cuando crucen el bosque no desvalijen a la señora. Pero, deben ser unos bribones muy hábiles. Lo han arreglado todo en un momento. -Quizás estaban cansados del largo viaje -dijo la señora Perrodon-. Además de su aspecto poco recomendable, tenían la cara demacrada y parecían estar furiosos. Debo confesar que han despertado mi curiosidad, pero confío en que la muchacha nos lo explicará todo mañana, cuando se encuentre mejor. -No creo que lo haga -dijo mi padre con una sonrisa ambigua, como si supiera más de lo que decía.
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