CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu |
2007
Divulgación cultural
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11 Transcurrió la mañana en medio de la mayor alarma y agitación. Se habló incluso de rastrear el río. Llegó el mediodía y la situación no habíacambiado. A eso de la una se me ocurrió echar otro vistazo a la habitación de Carmilla. Llegué allí y mi asombro no tuvo limites: ¡Carmilla estaba en su habitación, mirándose al espejo! No podía creer en lo que estaban viendo mis ojos. Mi amiga me llamó con un gesto. En su rostro se leía el miedo. Corrí hacia ella, la abracé y besé repetidas veces, y luego me precipité hacia la campanilla y la agité desesperadamente para que acudieran todos y se tranquilizaran. -¡Querida Carmilla! -exclamé- ¿Qué te ha sucedido? ¿Dónde has estado? -Ha sido una noche prodigiosa -me respondió-. Después de cerrar la puerta del dormitorio, como de costumbre, me acosté. He dormido sin interrupción y sin sueños, pero al despertar me he encontrado sobre el diván del tocador, con su puerta abierta y la de la habitación forzada. ¿Cómo es que no me he despertado? Tiene que haberse producido un gran alboroto, y yo tengo el sueño muy ligero... ¿Cómo puede ser que me haya encontrado fuera de mi cama sin haberme enterado de nada? Entretanto, habían llegado mi padre, la señora Perrodon, la señorita Lafontaine y varios criados. Naturalmente, Carmilla fue asediada a preguntas, pero su respuesta fue siempre la misma. Mi padre daba vueltas por la habitación, sumido, al parecer, en hondas reflexiones. Vi que Carmilla le seguía con la mirada, y en sus ojos había una expresión preocupada. Finalmente, mi padre despidió a los criados, se acercó a mi amiga y, cogiéndola delicadamente por la mano, la condujo hasta el diván, donde se sentaron. -¿Me permites que te haga una pregunta, querida? -inquirió mi padre. -Desde luego. Tiene usted perfecto derecho a preguntar lo que quiera, siempre que no traspase los límites impuestos por mi madre. -Bien, querida, no hablaremos de lo que tu madre me prohibió, sino de lo ocurrido esta noche. Te has levantado de la cama y has salido de la habitación, sin despertarte. Y todo esto estando puertas y ventanas cerradas por dentro. Tengo una teoría, pero antes quiero hacerte una pregunta. Todos conteníamos la respiración. -La pregunta es ésta: ¿eres sonámbula? -No, ahora no. Pero lo fui en mi infancia. -Ya. Y, en aquella época, ¿te levantabas con frecuencia de la cama en sueños? -Sí. Por lo menos, así me lo decía mi niñera. Mi padre sonrió, asintiendo. -Lo ocurrido tiene una fácil explicación. Carmilla es sonámbula; abre la puerta y no deja, como de costumbre, la llave en la cerradura, sino que, siempre en sueños, cierra por la parte de afuera y se lleva la llave. Luego recorre las veinticinco habitaciones de este piso, y quizá también las de las otras plantas. Esta casa está llena de escondrijos, de desvanes y de trastos viejos. Se tardaría una semana en explorarla a fondo. ¿Entiendes lo que quiero decir? -Sí, pero no del todo -respondió Carmilla. -¿Y cómo explicas, papá, que se haya despertado en el tocador, que yo había registrado minuciosamente? -Carmilla regresó cuando vosotras os habíais ya marchado. Regresó dormida, naturalmente, y al despertarse se asombró de encontrarse allí. Ojalá todos los misterios tuvieran una explicación tan sencilla como éste, Carmilla -añadió mi padre, satisfecho. En aquel momento, Carmilla estaba más hermosa que nunca. Creo que fue entonces cuando mi padre comparó su aspecto con el mío, porque súbitamente dijo: -Tienes muy mal aspecto, Laura. Como sea que Carmilla no quería que ninguna sirvienta pasara la noche en su habitación, mi padre ordenó que uno de los criados durmiera delante de la puerta de su dormitorio, a fin de que la muchacha no pudiera salir sin ser vista por nadie. Aquella noche transcurrió tranquila, y a la mañana siguiente, el médico, que mi padre había enviado a buscar sin yo saberlo, vino a visitarme. La señora Perrodon me acompañó a la biblioteca, donde me aguardaba el doctor. Le expliqué lo que me sucedía de un tiempo a esta parte, y mientras avanzaba en mi relato noté que su aspecto se hacía más pensativo. Nos hallábamos ante una ventana, uno al lado del otro. Cuando terminé de hablar se apoyó en la pared y me miró con un interés que dejaba traslucir cierto horror. Tras meditar unos instantes, mandó llamar a mi padre. Éste llegó sonriendo, pero su sonrisa desapareció al ver la expresión preocupada del médico. Inmediatamente se enfrascaron en una conversación que sostuvieron en voz baja, como si temiendo que la señora Perrodon o yo, que nos manteníamos apartadas, pudiéramos oír lo que hablaban. De pronto, mi padre volvió los ojos hacia mí. Estaba pálido y parecía intensamente preocupado. -Laura, querida, acércate. Obedecí, sintiéndome alarmada por primera vez, ya que a pesar de mi creciente debilidad no creía estar enferma. -Me ha dicho usted antes que tuvo la sensación de que le clavaban dos alfileres en el cuello, la noche en que sufrió aquella pesadilla -me dijo el médico-. ¿Le duele aún en el lugar donde sintió los pinchazos? -No, en absoluto -respondí. -¿Puede señalarme con el dedo el punto exacto? -Debajo mismo de la garganta, aquí -respondí. Llevaba un vestido de cuello alto, que cubría la parte señalada. -¿Quiere pedirle a su padre, por favor, que le desabroche el cuello? Es necesario que conozca todos los síntomas. Obedecí: el punto señalado estaba unas dos pulgadas más abajo del cuello. -¡Dios mío! -exclamó mi padre, palideciendo. -¿Se da usted cuenta? -inquirió el médico, con expresión de triunfo. -¿Qué pasa? -pregunté, alarmada. -Nada, señorita, no hay más que una pequeña marca azulada, tan diminuta como una cabeza de alfiler -dijo el médico. Y, volviéndose hacia mi padre, añadió: Veremos lo que se puede hacer. -¿Es peligroso? -insistí, angustiada.
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