CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu
2007 Divulgación cultural

12

-No lo creo -respondió el médico-. Estoy convencido de que mejorará rápidamente. Quisiera hablar con la señora Perrodon -añadió, dirigiéndose a mi padre.

Mi padre llamó a la señora Perrodon.

-La señorita Laura no se encuentra tan bien como sería de desear -le dijo el médico-. No creo que sea nada de cuidado. Sin embargo, hay que adoptar ciertas precauciones, en beneficio suyo. Es indispensable que no deje sola a la señorita Laura ni un solo instante. Por ahora, es el único remedio que puedo prescribir, pero deseo que cumpla mis instrucciones al pie de la letra. ¿Entendido?

Mi padre salió para acompañar al médico. Les vi cruzar el puente levadizo, absortos en una animada discusión. Luego vi cómo el médico montaba a caballo, saludaba a mi padre y se alejaba hacia oriente.

Casi al mismo tiempo llegó el correo de Dranfeld, con un paquete de correspondencia para mi padre.

Media hora después, mi padre se reunió conmigo: tenía una carta en la mano.

-Es del general Spieldorf –dijo-. Llegará mañana, o quizás hoy mismo.

Me entregó la carta abierta, pero no parecía satisfecho como de costumbre cuando un huésped, especialmente un buen amigo como el general, venía a visitarnos. Parecía estar ocultándome algo.

-Querido papá, ¿quieres explicármelo todo? -le dije, cogiéndole del brazo y mirándole con expresión suplicante -. ¿Qué te ha dicho el médico? ¿Me ha encontrado muy enferma?

-No, querida. Dice que te repondrás pronto. -Pero su tono era seco-. De todos modos, preferiría que nuestro amigo el general hubiese escogido otro momento para su visita.

<-Pero... dime, papá, ¿qué enfermedad tengo?

-Ninguna. No me atormentes con tus preguntas -respondió.

Nunca había dado muestras de tanta irritación al hablar conmigo. Después se dio cuenta de que me había lastimado, y añadió:

-Lo sabrás todo dentro de un par de días, es decir, sabrás lo que sé yo. Entretanto, no me hagas preguntas.

Dio media vuelta, dispuesto a marcharse, pero luego, antes de que yo tuviera tiempo de detenerme a pensar en lo raro que resultaba todo lo que estaba sucediendo, volvió sobre sus pasos para decirme que quería ir a Karstein y que había hecho preparar el carruaje para las doce. La señora Perrodon y yo le acompañaríamos. Quería visitar al sacerdote que vivía en aquel lugar, y, dado que Carmilla no le conocía, podía reunirse con nosotros más tarde, cuando se levantara. Podía venir en compañía de la señorita Lafontaine, la cual llevaría también lo necesario para un almuerzo en las ruinas del castillo.

A las doce en punto nos pusimos en marcha. Pasado el puente levadizo giramos a la derecha y tomamos el camino que conducía al pueblo deshabitado y a las ruinas del castillo de Karstein. Debido a lo accidentado del terreno, la carretera da muchas vueltas y serpentea ora junto a un precipicio, ora por la ladera de una colina, en una inagotable variedad de paisajes. En una de las innumerables revueltas del camino nos encontramos inesperadamente en presencia de nuestro amigo el general, que avanzaba a caballo hacia nosotros, seguido de su criado, también a caballo. Tras las cordiales efusiones de bienvenida, pasó a ocupar el sitio que quedaba libre en nuestro carruaje y envió el caballo al castillo con su criado.

Habían transcurrido solamente diez meses desde la última vez que le habíamos visto, pero su aspecto había cambiado como si hubiesen pasado diez años. Una expresión angustiada había sustituido a su habitual aire de tranquila serenidad. No era sólo la transformación que cabe esperar en una persona que ha sufrido un gran dolor: una especie de furor apasionado parecía haber contribuido a llevarle a la actual situación.

Apenas reemprendimos la marcha, el general comenzó a contarnos el engaño -según su propia expresión- que había conducido a la muerte a su joven sobrina. De repente se dejó arrastrar por una ola de furor y de amargura, profiriendo invectivas contra las artes diabólicas de que había sido víctima. Mi padre, comprendiendo que debían existir motivos extraordinarios para que el ecuánime general se expresara en aquellos términos, le pidió que nos contara, si no le resultaba demasiado penoso, los hechos que justificaban tan violentas expresiones.

-Con mucho gusto -replicó el general-. Pero no van a creerlo.

-¿Y por qué no? -inquirió mi padre.

-Porque usted, amigo mío, sólo cree en lo que responde a sus prejuicios y a sus ilusiones. También yo era como usted. Pero ahora he aprendido algo más.

-Póngame a prueba - insistió mi padre-. Soy menos dogmático de lo que usted cree. Además, me consta que usted basa siempre sus opiniones en pruebas fehacientes, y por lo tanto estoy dispuesto a respetar sus conclusiones.

-Tiene usted razón: si he llegado a creer en la existencia de hechos prodigiosos, no ha sido a la ligera. Y puedo asegurarle que he sido víctima de una verdadera conspiración sobrenatural.

Vi que mi padre, a pesar de su promesa, miraba al general con ojos que reflejaban evidentes dudas acerca de la capacidad intelectual de su viejo amigo. Afortunadamente, el general no se dio cuenta. Miró con ojos impregnados de tristeza el paisaje selvático que se extendía ante nosotros.

-¿Van ustedes a las ruinas de Karstein? -preguntó -. Curiosa coincidencia... Precisamente quería pedirles que me acompañaran allí. Quiero examinarlas detenidamente. ¿Es cierto que hay una capilla en ruinas con numerosas tumbas de aquella extinguida familia?

-Sí, y son muy interesantes -respondió mi padre-. ¿Se propone usted, quizá, reivindicar su propiedad?

Mi padre hizo aquella pregunta en tono de broma, pero el general respondió completamente en serio.

-De ningún modo -exclamó secamente-. Tengo la intención de exhumar algunos ejemplares de aquella hermosa raza. Espero, con la ayuda de Dios, llevar a cabo un piadoso sacrilegio que librará a la tierra de algunos monstruos y permitirá dormir tranquilamente a personas de bien que tienen derecho a acostarse en paz, sin que sobre sus cabezas penda la amenaza de unos malvados asesinos.

Mi padre le miró de nuevo. Pero esta vez no había desconfianza en su mirada, sino que trataba de ser penetrante y perspicaz.

Sigue...

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