BICENTENARIO
DE MARIANO JOSÉ DE LARRA
24 /3/1809 - 24/3/2009
Vuelva
usted mañana
Mariano José de Larra
- Firmado como El Bachiller
El Pobrecito Hablador, 14 de enero de 1833
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a
la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores
estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no
entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de
la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados
que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un
tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución
ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas
reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se
presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala
parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e
hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía
los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace
dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante:
en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva
tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por
esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar
los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente
para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los
países.
Verdad
es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni
a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos,
lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes
e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando
en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado
de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles
causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante
en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para
mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo
del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son
incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el
ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto
no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos
en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no
tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan
tan fácilmente penetrar.
Un
extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto
de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos
intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos
concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en
tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que
a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado
a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente
que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba
pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero
digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno
de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto
antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de
pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más
claro.
-Mirad
-le dije-, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido
a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente
-me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos
un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve
sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy.
En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas
en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como
será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso
haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño
de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir
mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones.
Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son
cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver
en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia,
si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa;
aún me sobran de los quince cinco días.
Al
llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada
que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación
logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir
que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima
que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme,
monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-, permitidme
que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de
estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro
de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os
burláis?
-No
por cierto.
-¿No
me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed
que no estáis en vuestro país activo y trabajador.-¡Oh!, los españoles
que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de
hablar mal (siempre) de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os
aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido
hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles!
Yo les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos
os comunicarán su inercia.
Conocí
que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer
sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que
no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció
el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista,
lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido
en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de
ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse
algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente
que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme
y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
-Vuelva
usted mañana -nos respondió la criada-, porque el señor no se ha
levantado todavía.
-Vuelva
usted mañana -nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de
salir.
-Vuelva
usted mañana -nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo
la siesta.
-Vuelva
usted mañana -nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido
a los toros.
-¿Qué
día, a qué hora se ve a un español?
Vímosle
por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha
olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio".
A
los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia
del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía.
Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de
dar jamás con sus abuelos.
Es
claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para
las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas
utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor;
por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor;
de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos
que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia;
sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El
escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas
de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en
este país.
No
paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le
había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó
con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó
quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien
le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con
la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus
conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando
faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué
os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? -le dije al llegar
a estas pruebas.
-Me
parece que son hombres singulares...
-Pues
así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentóse
con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para
un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A
los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva
usted mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha
venido hoy.
-Grande
causa le habrá detenido -dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo,
y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el
Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol
de los inviernos claros de Madrid.
Martes
era el día siguiente, y nos dijo el portero: -Vuelva usted mañana,
porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes
negocios habrán cargado sobre él -dije yo.
Como
soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una
ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando
un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre
manos que le debía costar trabajo el acertar -Es imposible verle
hoy -le dije a mi compañero- su señoría está en efecto ocupadísimo.
Diónos
audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente
había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga
indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir
en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino
tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos
podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante.
Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna
le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra
causa.
Vuelto
de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita
oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era
preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento
y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses
a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el
conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el
caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento
y nunca llegó al otro.
-De
aquí se remitió con fecha de tantos -decían en uno.
-Aquí
no ha llegado nada -decían en otro.
-¡Voto
va! -dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente
se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de
estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa
población?
Hubo
que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué
delirio!
-Es
indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas
vayan por sus trámites regulares.
Es
decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar,
en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por
último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar
a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo
de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita
al margen que decía:
"A
pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado".
-¡Ah,
ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es
nuestro negocio.
Pero
monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos. -¿Para esto he
echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido
sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana,
y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente
que no? ¡Y vengo a darles dinero! ¡Y vengo a hacerles
favor! Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para
oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No
hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la
verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa
oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al
llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las
que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña
digresión.
-Ese
hombre se va a perder -me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa
no es una razón -le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá
perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía
o de su ignorancia.
-¿Cómo
ha de salir con su intención?
-Y
suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno
aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la
mesa?
-Puede
perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo
que ese señor extranjero quiere.
-¿A
los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Sí,
pero lo han hecho.
-Sería
lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que,
porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será
preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes
se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Así
está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos
haciendo.
-Por
esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
-En
fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-Y
por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con
esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
-Señor
mío -exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted
en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica
manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y
el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber
nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones
que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado
otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.
Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es desconocido,
para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital
nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio
con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy
justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas
que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece
en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone;
necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de
media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más
caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado;
toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde
ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos
lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital
suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro
capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero;
ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido
necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido
al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de
estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes
han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha
debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros
de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a
ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el
que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros
han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted
-concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil
convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por
cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas!
(La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted,
que desean el bien de su país, y dicen: "Hágase el milagro,
y hágalo el diablo." Con el Gobierno que en el día tenemos,
no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados,
y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio,
mal que les pese a los batuecos.)
Concluida
esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
-Me
marcho, señor Figaro -me dijo-. En este país no hay tiempo
para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital
de más notable.
-¡Ay!
mi amigo -le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra
poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se
ven.
-¿Es
posible?
-¿Nunca
me habéis de creer? Acordaos de los quince días...
Un
gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el
recuerdo.
-Vuelva
usted mañana -nos decían en todas partes-, porque hoy no se
ve.
-Ponga
usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era
cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del memorialito: representábasele
en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y...
Contentóse con decir:
-Soy
extranjero.¡Buena recomendación entre los amables compatriotas
míos!
Aturdíase
mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días
tardamos en ver (a fuerza de esquelas y de volver,) las pocas
rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año
largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se
restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra,
y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero
noticias excelentes de nuestras costumbres diciendo sobre todo que
en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre
mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente
futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno,
había sido marcharse.
¿Tendrá
razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy
escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar
mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva
el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos
esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy:
si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a
la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los
ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré
cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más,
me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del
clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista
amorosa: abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas
de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad,
poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer
una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran
podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré
que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana;
te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso
haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando,
como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré
que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia
diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras
otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las
doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza,
y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé
que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna
me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote
que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones,
el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana;
que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo
escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome
a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones.
-¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin
este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que
no ha de llegar jamás!
(NOTA.-Con
el mayor dolor anunciamos al público de nuestros lectores que estamos
ya a punto de concluir el plan reducido que en la publicación de
estos cuadernos nos habíamos creado. Pero no está en nuestra mano
evitarlo. Síntomas alarmantes nos anuncian que el hablador padece
de la lengua: fórmasele un frenillo que le hace hablar más pausada
y menos enérgicamente que en su juventud. ¡Pobre Bachiller! Nos
figuramos que morirá por su propia voluntad, y recomendamos
por esto a nuestros apasionados y a sus preces este pobre enfermo
de aprensión, cansado ya de hablar.)
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