LA PRINCESA RANA
Cuento popular ruso
Versión castellana de Laura Canteros

Había una vez un rey que tenía tres hijos. Cuando los príncipes se hicieron mayores, su padre los reunió y les dijo:

-Mis queridos hijos, quisiera que cada uno de ustedes se casara. Deseo tener nietos que endulcen mi vejez.

-Si es así, padre, danos tu bendición –le respondieron los príncipes-. ¿Con quién debemos casarnos?

-Cada uno tomará una flecha –les explicó el rey-. Saldrán al campo y dispararán. Allí donde caiga la flecha, encontrarán su suerte.

Los hijos hicieron una profunda reverencia ante el rey, tomaron cada uno una flecha, salieron al campo, tensaron sus arcos y dispararon.

La flecha del príncipe Nikolai, el hermano mayor, cayó en la mansión de un noble, cuya hija la encontró.

La flecha del príncipe Alexei, el segundo hermano, cayó en el patio de un rico mercader y la recogió una de sus hijas.

La flecha del hermano menor, el príncipe Iván, ascendió muy alto y se perdió de vista. El joven fue a buscarla y, luego de andar y andar sin descanso, llegó a un pantano. Allí, sobre una hoja de nenúfar, había una rana y a su lado estaba la flecha.

-Rana, ranita –pidió el príncipe-. Devuélveme mi flecha.

-Te la devolveré, si te casas conmigo- respondió la rana.

-¿Qué dices? ¿Acaso voy a casarme con una rana?

-Deberás casarte conmigo. Ésa es tu suerte.

El príncipe Iván se puso triste, pero comprendió que no tenía otra posibilidad. Tomó a la rana, guardó su flecha y volvió al palacio del rey.

Al día siguiente se celebraron las tres bodas: la del príncipe Nikolai con la hija del noble, la del príncipe Alexei con la hija del mercader y la del príncipe Iván con la ranita.

Poco después, el rey hizo llamar a los príncipes y les dijo:

-Quisiera conocer las habilidades de sus mujeres. Para mañana, cada una debe hacerme una camisa.

Los hijos se inclinaron ante el rey y fueron a transmitir la orden.

El príncipe Iván llegó a sus habitaciones muy acongojado. La ranita, que daba saltos por el piso, se detuvo frente a él.

-¿Por qué estás tan cabizbajo, príncipe Iván? –le preguntó-. ¿Qué pena oprime tu corazón?

-Mi padre ha ordenado que le hagas una camisa para mañana.

-No te preocupes, príncipe Iván. Acuéstate y duerme tranquilo, que mañana será otro día.

Cuando el príncipe Iván se durmió, la ranita saltó hasta una de las torres del palacio, se despojó de su piel y se convirtió en Basilisa la Sabia. Era tan bella que ni en los cuentos había otra igual.

Basilisa la Sabia aplaudió tres veces y llamó con voz melodiosa:

-¡Madrinas, nodrizas mías, no demoren ni un instante! Para mañana por la mañana debo tener una camisa, como la que usa mi padre, para entregar al rey.

Muy temprano, cuando el príncipe Iván se despertó, la ranita ya estaba saltando por la habitación. Sobre la mesa había una camisa envuelta en fino lienzo.

Lleno de alegría, el príncipe Iván fue a ver a su padre. El rey recibió los regalos de los tres hermanos.

El príncipe Nikolai desenvolvió la camisa que traía. Cuando el rey la vio, dijo:

-Esta camisa no es digna de un rey.

Luego desenvolvió la camisa el príncipe Alexei. El rey la vio y dijo:

-Esta camisa sólo sirve para ir al baño.

Llegó entonces el turno del príncipe Iván. La camisa que mostró al rey era una prenda de seda con bellos bordados en oro y plata.

-¡Esta camisa es para lucirla en las fiestas! –exclamó el rey al verla.

Los hermanos mayores se alejaron murmurando:

-Debemos tener cuidado con la mujer de Iván. No es una rana sino una bruja.

Unos días más tarde, el rey volvió a llamar a sus hijos y les pidió:

-Quiero que para mañana sus mujeres me horneen un pan. Me gustaría saber cuál de ellas cocina mejor.

El príncipe Iván regresó a sus habitaciones. Al ver su cara de tristeza, la ranita le preguntó:

-¿Qué pena te agobia, príncipe?

-El rey ha ordenado que le hornees un pan para mañana.

-No te preocupes, príncipe Iván. Acuéstate y duerme tranquilo, que mañana será otro día.

Mientras tanto, las mujeres de los hermanos mayores se burlaban de la rana y anticipaban que no podría cumplir la orden del rey. Sin embargo, enviaron a una vieja criada para que la espiase y les contara cómo horneaba el pan.

La ranita era muy perspicaz y se dio cuenta de que la estaban espiando. Por eso, preparó la masa y la echó por un agujero que había en lo alto del horno.

La criada corrió a contar lo que había visto y las mujeres de los príncipes hicieron exactamente lo que había hecho la ranita.

Un rato después, la ranita saltó hasta la torre del palacio, se convirtió en Basilisa la Sabia y aplaudió tres veces:

-¡Madrinas, nodrizas mías, no demoren ni un instante! Para mañana por la mañana debo tener un pan esponjoso y blanco como el que comía en casa de mi padre.

Cuando el príncipe Iván se despertó, el pan ya estaba sobre la mesa. Era una hogaza bordeada con arabescos y coronada por una ciudad con sus murallas.

El príncipe Iván se puso muy contento, envolvió cuidadosamente el pan y se lo llevó a su padre.

El rey puso cara de disgusto al ver los panes que traían los hermanos mayores. Sus mujeres habían vertido la masa en el lugar incorrecto del horno y el pan había quedado requemado y duro. El rey ordenó que se lo dieran a los cerdos.

Cuando el príncipe Iván le entregó su pan, el rey exclamó:

-¡Este pan es para comerlo en las fiestas!

Al día siguiente el rey decidió celebrar un banquete en el palacio. Los tres príncipes debían asistir con sus mujeres.

Una vez más el príncipe Iván regresó cabizbajo a sus habitaciones. La ranita interrumpió sus saltos y le preguntó:

-¿Qué pena te acongoja, príncipe Iván? ¿Acaso tu padre no ha sido cariñoso contigo?

-Ranita, ranita, ¿Cómo quieres que no esté apenado? Mi padre ha ordenado que vaya contigo al banquete. Dime, ¿crees que puedo mostrarte a los invitados?

-No te preocupes, príncipe Iván –le respondió la ranita-. Ve solo al banquete y yo te seguiré. Cuando oigas retumbar un trueno, no te asustes. Si alguien te pregunta algo, le dirás: “Es mi ranita que viene en una cajita”.

Así lo hizo el príncipe. Al verlo llegar solo, sus hermanos, cuyas mujeres lucían hermosos trajes y tocados elegantes, se burlaron de él.

-¿Por qué no ha venido tu mujer? Podrías haberla traído envuelta en un pañuelo –dijo el príncipe Nikolai.

-¡Para encontrar una belleza semejante habrás tenido que recorrer todos los pantanos! –agregó el príncipe Alexei.

El rey, sus hijos, las mujeres y los invitados se ubicaron en las engalanadas mesas y dio comienzo el banquete. De pronto, el sonido de un trueno estremeció a todos. El príncipe Iván los tranquilizó:

-No teman, queridos invitados, es mi ranita que viene en una cajita.

Ante la puerta del palacio real se detuvo un magnifico carruaje tirado por seis caballos blancos. De su interior descendió Basilisa la Sabia, vestida con un traje color de cielo cuajado de estrellas de plata. Sobre su pelo lucía la luna clara. Estaba tan bonita que no parecía real. El príncipe Iván le ofreció su brazo y juntos se dirigieron a ocupar su sitio en la mesa.

La comida transcurrió entre alegres bromas y exclamaciones de admiración por la belleza de la mujer del príncipe Iván. Basilisa bebió un sorbo de vino de su copa y echó el resto del contenido en su manga izquierda. Luego se sirvió un ala de cisne, comió la carne y guardó los huesos en su manga derecha.

Las mujeres de los príncipes mayores la observaban atentamente y se apresuraron a imitarla.

Al terminar la cena, todos se dirigieron al salón de baile. Basilisa la Sabia tomó de la mano al príncipe Iván y comenzó a bailar con tanto ritmo y tanta gracia que los invitados se quedaron impresionados. Luego sacudió la manga izquierda de su traje y ante ella apareció un lago. Al sacudir la manga derecha, surgieron varios cisnes con plumaje blanco como la nieve y comenzaron a deslizarse suavemente sobre la superficie del lago. El rey y sus invitados no cabían en sí de asombro.

Las mujeres de los príncipes mayores también salieron a bailar. Sacudieron una manga y salpicaron a los invitados con vino. Sacudieron la otra y los huesos salieron disparados en todas direcciones. Uno de ellos le dio en un ojo al rey quien, indignado, echó del salón a sus dos nueras.

Mientras tanto, el príncipe Iván abandonó el baile sin que nadie lo viera, corrió a sus habitaciones, encontró allí la piel de la rana y la arrojó al fuego.

Basilisa la Sabia regresó del baile y vio que la piel había desaparecido. Se dejó caer sobre un taburete y habló al príncipe con infinita tristeza.

-¡Ay, príncipe Iván! ¿Qué has hecho? Si hubieras esperado tan sólo tres días más, me hubiera quedado contigo para siempre. Ahora tendremos que separarnos. Búscame en el fin del mundo, en el rincón mas apartado de la tierra, en los dominios de Koschei el Inmortal…

Basilisa se transformó en una alondra y salió volando por la ventana. El príncipe Iván lloró amargamente. Luego hizo una profunda reverencia en dirección a los cuatro puntos cardinales para despedirse de su tierra amada y partió en busca de su mujer.

Nadie sabe cuánto anduvo, pero sus botas perdieron las suelas, su ropa se hizo jirones y su gorro se despedazó por las lluvias. Un día, mientras avanzaba por un estrecho sendero se encontró con un anciano.

-¡Buenos días, galán! –lo saludó el hombre. ¿A dónde quieres llegar por este camino?

El príncipe Iván le contó su historia.

-¡Ay, príncipe Iván! –se lamentó el anciano-. ¿Por qué se te ocurriría quemar la piel de la ranita? No se la habías puesto tú y no eras tú quien debía quitársela. Basilisa la Sabia nació muy inteligente y con el paso del tiempo superó a su padre en sabiduría. Temeroso por el poder que pudiera alcanzar, él la condenó a vivir tres años transformada en rana. En fin, lo hecho, hecho está. Toma este ovillo y síguelo sin temor. Cada paso que avances te acercará a tu mujer.

El príncipe Iván dio las gracias al anciano y echó a andar tras el ovillo. Mientras atravesaba un bosque vio salir un oso de la espesura. El príncipe aprestó su arco con intención de dispararle, pero el oso le habló con voz humana.

-No me mates, príncipe Iván –le rogó-. Algún día te prestaré un buen servicio.

El príncipe se compadeció del oso, bajó el arco y siguió su camino. De pronto, vio pasar un pato sobre su cabeza. Aprestó su arco para dispararle, pero el pato le habló con voz humana.

-No me mates, príncipe Iván –le rogó-. Algún día te prestaré un buen servicio.

El príncipe se compadeció del pato, bajó el arco y siguió su camino. En medio de un campo se cruzó con una liebre que corría velozmente. Con rapidez, el príncipe aprestó el arco, dispuesto a dispararle, pero la liebre le habló con voz humana.

-No me mates, príncipe Iván –le rogó-. Algún día te prestaré un buen servicio.

El príncipe se compadeció de la liebre, bajó el arco y siguió su camino. Llegó a la orilla del mar y vio que sobre la arena yacía un arenque.

-Compadécete de mí, príncipe Iván –le rogó el pez con gran dificultad-. Devuélveme al mar azul.

El príncipe echó el arenque al mar y siguió su camino bordeando la orilla. Tiempo después, el ovillo se internó en un bosque. Allí había una pequeña cabaña de madera apoyada sobre patas de gallina, que daba vueltas y vueltas sin parar.

-Cabaña, cabaña, deja de girar

Vuelve la espalda al espeso bosque

y ábreme la puerta de par en par.

Cuando el príncipe Iván pronunció estas palabras, la cabaña se detuvo con la pared trasera en dirección al bosque y la puerta abierta frente al joven. El príncipe entró y vio que en la novena hilera de ladrillos de la chimenea estaba acostada la bruja Yagá Pata de Palo, con los dientes sobre la repisa y la nariz clavada en el techo.

-¿Qué te trae por aquí, galán? –preguntó la bruja-. ¿Vas en busca de tu destino o huyes de él sin tino?

-Antes de ponerte a preguntar, vieja bruja –replicó sin temor el príncipe-, deberías prepararme un baño y darme de comer y beber.

La bruja Yagá Pata de Palo preparó el baño para el príncipe, le sirvió una comida y tendió la cama para que se acostase a descansar. Antes de dormirse, el príncipe Iván le contó que iba en busca de su mujer, Basilisa la Sabia.

-Ya estaba enterada –le dijo la bruja-. Tu mujer vive ahora en el palacio de Koschei el Inmortal. No va a ser nada fácil rescatarla. Vencer a Koschei es casi imposible. Su muerte se encuentra en la punta de una aguja, la aguja esta encerrada en un huevo, el huevo lo lleva dentro un pato, el pato vive dentro de una liebre, la liebre esta encerrada dentro de un cofre de piedra y el cofre se encuentra en la copa de un roble altísimo que Koschei vigila celosamente día y noche.

A la mañana siguiente, la bruja explicó al príncipe donde se encontraba aquel roble tan alto. El príncipe se puso en camino y luego de mucho andar llego al pie del árbol en cuya copa apenas se distinguía el cofre de piedra. Intentó trepar por el tronco, pero no lo consiguió.

De pronto, como por arte de magia, apareció un oso que arrancó de cuajo el roble y volvió a internarse en el bosque. El cofre cayó y se hizo añicos. De su interior saltó una liebre que echó a correr ligera como el viento, pero otra liebre le dio alcance y la destrozó. De la liebre muerta salió un pato que voló hasta las nubes en un instante, pero otro pato se lanzó sobre él y le dio un terrible aletazo. El pato dejó caer un huevo que se hundió en el mar azul.

El príncipe Iván vio todo desde la orilla y estalló en llanto. ¿Cómo iba a encontrar el huevo en el fondo del mar? Un rato después vio que nadaba hacia él un arenque con el huevo en la boca. El príncipe partió el huevo, sacó la aguja e intentó romperle la punta. Mientras tanto, Koschei el Inmortal se retorcía y gemía. El príncipe empleó toda su fuerza y logró por fin romper la aguja. Koschei exhaló su último suspiro.

El príncipe Iván penetró en el blanco palacio de Koschei. Basilisa la Sabia corrió a su encuentro y lo besó tan dulcemente que Iván  sintió un sabor de miel en los labios.

Basilisa la Sabia y el príncipe Iván regresaron al palacio del rey donde disfrutaron de una larga vida feliz.


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