8. PORTA DE MARROC
Puerta de Marruecos

Cuento extraído del libro de relatos CUADROCUENTOS

Hace muchas, muchas lunas, tantas, que resulta difícil contarlas todas, moraba en la bella ciudad de Bagdad, un humilde aguador, tan pobre, que más de un día no tenía ni siquiera un pedazo de pan que llevarse a la boca, y debido a su extrema pobreza, huelga decir que por las noches descansaba donde buenamente encontraba cobijo, y que, desde luego, carecía de esposa al no poder ni mantenerse el mismo de una forma aceptable, pero Omar, que así se llamaba nuestro aguador, tenía depositada una fe ciega en su destino ya que de niño, cierto adivino ambulante de esos que en los mercados te profetizan el porvenir a cambio de una moneda, y aquel día al padre de Omar, aguador con más suerte que su hijo, le sobraba, le había augurado que en el futuro lejano, cuando hubiese cumplido los veinte años, llegaría a alcanzar la máxima riqueza que puede encontrarse en este mundo y a la que aspira todo ser humano.

-O sea que -pensaba el pobre aguador-, yo seré rico, el ciudadano más rico y por ello respetado, de Bagdad, y todos cuantos en el presente se apartan de mi lado por causa de mi extrema miseria, se me acercarán deseosos de que yo les de el título de amigo...

Como puede apreciarse, soñar no cuesta nada, sobre todo cuando uno no tiene donde caerse muerto.

Y así iban transcurriendo los días, las semanas y los meses, sin que la vida del aguador, cada vez más andrajoso y con menos clientela, conociera el atisbo de un cambio.

Mas hete aquí que Omar, aun siendo pobre de solemnidad, como no tenía mal corazón ni envidiaba la buena fortuna de otros más afortunados, y siempre iba con una sonrisa en los labios a pesar de sus miserias y estrecheces, atrajo sin pretenderlo el interés de alguien y no precisamente de este mundo, sino del invisible y sutil de los espíritus, el mundo de los djins, los genios, esos que a veces, si se portan mal, son encerrados por tres veces mil años, en botellas lacradas con el sello de Soleyman ben Daud. Y como los genios se hallan divididos en dos géneros, el masculino y el femenino igual que nosotros, fue una bella djina la que reparó en Omar cierta calurosa tarde en la que el aguador daba de beber a un perro sediento. Sorprendida por su gesto, ya que no es frecuente que el que vive de un negocio pequeño o grande, y en este caso ruinoso, regale el producto de su mercancía sin esperar nada a cambio, la genio, de nombre Farizada, y que deambulaba por las calles transformada en vieja mendiga para observar el comportamiento de las gentes, no pudo menos que detenerse y dirigiéndose a Omar, le interpeló con las siguientes palabras:

-Dime, ¡oh, aguador!, ¿por qué das de beber a ese perro sin amo, gastando de este modo tu preciosa agua, cuando ello no te reporta beneficio alguno?

A lo que contestó el interpelado con una amable sonrisa:

-Muy miserable sería sino socorriese al que tiene sed, aunque de un perro callejero se trate.

Farizada, maravillada hasta el límite de la maravilla ante semejante respuesta, quiso, no obstante, probar al aguador.

-Tengo hambre, no he comido nada en todo el día, ¿puedes ayudarme en mi necesidad?

Omar la miró con tristeza.

-Soy muy pobre, mujer, y sólo puedo darte la única moneda que he ganado esta mañana, poco podrás comprar con ella, pero si la aceptas, tuya es.

Y así diciendo se la tendía sin vacilar.

-Yo también soy muy pobre -le replicó la djina mientras tomaba la moneda-, pero algo te puedo dar a cambio en pago a tu bondad... Escúchame, pues, con atención: hoy, apenas haya anochecido, abandona la ciudad por el camino del este y avanza cien pasos en línea recta, al centésimo te encontrarás con un hombre que lleva de la brida un caballo negro como el ébano, este hombre te preguntará quien te envía y tú le dirás que la vieja mendiga del mercado, entonces sucederá lo que tiene que suceder y tú harás lo que se te indique, pues de lo contrario no podré devolverte el favor que acabo de recibir de tus manos...

Omar, muy asombrado, no tuvo tiempo de contestarle, ya que la anciana desapareció de su vista con tanta celeridad, que él hubo de pellizcarse para comprobar si estaba dormido y todo aquello no era tal vez, el producto de un sueño.

A la hora convenida, ocultándose el sol bajo el horizonte, y emergiendo la luna a la que acompañaba una corte de silenciosas estrellas, el aguador salió de la ciudad por el camino del este, empezando a contar los pasos que iban a conducirle a su encuentro con el portador del caballo negro como el ébano.

Al centésimo paso le vio, erguido en medio de la soledad del desierto, llevando de la brida a una hermosísimo pura sangre ricamente enjaezado y del color que le habían descrito, corcel que más comunicaba la impresión de pertenecer al séquito de los reyes que no ser la posesión de un simple viajero.

-¿Quién te envía, caminante? -oyó Omar que le preguntaba el desconocido, hombre, por otra parte, lujosamente ataviado, lo que denunciaba en él elevada calidad.

-Una anciana mendiga que me encontré esta mañana en el mercado... -respondió impresionado el pobre aguador, a lo que el otro, sin mediar nuevas palabras, puso en su mano las riendas de la montura y dando media vuelta, ante los asombrados ojos de Omar, fue visto y no visto, desvaneciéndose en el aire suave de la noche. El caballo entonces relinchó impaciente y al mirarle nuestro amigo, cuál no sería su sorpresa al comprobar atónito, que al caballo le habían salido alas y que éstas empezaban a agitarse con creciente rapidez cual si pretendieran remontar el vuelo.

-¿A qué aguardas? -oyó que el corcel le decía-, se hace tarde y estás tú aquí perdiendo el tiempo mirándome con gesto de incredulidad, ¿es que nunca has visto a uno de mi especie que fuese alado?

-¡Oh noble alazán -exclamó Omar sin saber en verdad de que manera hay que dirigirse a un caballo parlante-, eres el primero que veo de tu raza singular y debes comprender que no sólo el que tengas alas, sino el que hables, es lo que me llena de estupor!

-Más portentos has de ver todavía si montas sobre mi lomo y te dejas conducir al lugar en donde debo llevarte... ¡Sube pues!

Y oyendo y obedeciendo, Omar el aguador, montó de un salto en el caballo negro como el ébano, él, que jamás en su vida había sido jinete, y en ese mismo instante y hora el pura sangre, majestuoso, se elevó en el aire, ascendiendo en línea recta hacia el cielo a imitación de flecha disparada por mano de hábil arquero.

Omar no daba crédito a sus ojos, veía al suelo alejarse debajo de ellos dos, y al firmamento venir a su encuentro como un manto de seda en el que se hubieran bordado constelaciones de piedras preciosas. Pronto la ciudad de Bagdad fue como un puñado de guijarros en la orilla de un río y las estrellas lámparas que iluminaban el blanco camino de nubes que conducía a un deslumbrante palacio, al parecer construido con transparentes piedras lunares.

-¿Qué es esto? -se dijo en voz alta Omar sin saber ya si se hallaba dormido o despierto, porque todo lo que estaba viviendo antojábasele producto de un encantamiento.

Y el caballo le respondió:

-Estás ante la mansión de alguien a quien tú conoces.

-¿Yo? -se sorprendió una vez más Omar pues él no conocía a nadie que viviese en palacios.

El caballo se detuvo frente a la entrada de la luminosa construcción y sus alas desaparecieron como por ensalmo, convirtiéndose de nuevo en una cabalgadura normal.

-He cumplido con lo que me ordenaron -le explicó a Omar-, ahora eres tú quien debe continuar solo.

Y Omar se encontró apeado de la montura y entonces se escucharon timbales y un rico cortejo avanzó hacia el recién llegado, saliendo del interior del palacio.

A la cabeza de la comitiva, en una litera que conducían cuatro fornidos esclavos vestidos como sultanes, nuestro aguador contempló boquiabierto, a la más hermosa entre las hermosas que hombre alguno haya podido admirar jamás, y se quedó sin habla pues no era para menos.

La bella, quien no era otra que Farizada, la djina, le sonrió gentilmente mientras le alargaba una mano en la que en cada dedo brillaba una sortija.

-Seas bienvenido bajo mi techo, ¡oh aguador!, que será el tuyo por cuanto tiempo desees...

Omar cayó postrado de hinojos y tocando el suelo con la frente, dijo invadido por gran temor y respeto:

-¡Oh estrella de la noche, perla sin mácula de la corona de nuestro señor Soleyman cuyo nombre se convierte en bendición en los labios del aquel que lo pronuncia, ¿quién soy yo, miserable aguador, para merecer tan altos favores?!

Farizada sonrió con bondad.

-Tu eres quien dio de beber a un perro sediento esta mañana en el mercado y también, el que entregó su única moneda de cobre a una vieja mendiga hambrienta, ¿acaso lo has olvidado?

-Como lo cuentas sucedió, señora, mas...

-¿Te asombras de que lo sepa?

-Así es, noble señora.

-Mala memoria tienes, aguador, cuando no reconoces a quien socorriste esta misma mañana.

Y la djina, haciendo uso una vez más de sus artes mágicas, se transformó por un breve instante, y sólo para los ojos de Omar, en la vieja mendiga del mercado. Ante aquel nuevo prodigio inesperado, el pobre joven volvió a caer dando con la frente en el suelo.

-Álzate -le dijo Farizada majestuosa-, álzate aguador, porque no eres tú quien debes agradecerme a mí nada sino yo a ti, porque tú, siendo pobre me diste todo lo que tenías para ayudarme, en tanto que yo, siendo rica y poderosa, ¿qué mérito puedo tener si te recompenso por tu bondad?

-No te ayudé para que me recompensaras.

-Bien que lo sé, Omar el aguador, bien que lo sé, por eso mismo juzgo que me he convertido en tu deudora y que he de devolverte con creces el favor que me hiciste...

-Yo nada pido, señora.

-No, es cierto, pero hace muchos años, un adivino profetizó que llegaría el día en que te convertirías en dueño de aquello por lo que todo mortal suspira.

Sin sorprenderse ya, respondió Omar:

-Tal aseguró el adivino, la mayor riqueza que cualquier hombre puede ambicionar.

-Pues sea, cúmplase el destino -dijo Farizada solemne-, descansa esta noche en mi palacio que mañana te espera un largo viaje.

-¿A dónde debo ir, señora? -quiso saber el aguador.

-A donde te lleven tus pasos, siempre en la dirección adecuada.

Y con estas enigmáticas palabras, la djina dio por terminada la conversación, invitando a Omar, con un gesto, a que la siguiera al interior de su mansión.

Omar se quedó aquella noche, y muchas noches más con sus días respectivos, en aquel palacio hechizado, y fue feliz hasta el punto más alto que cualquier hombre haya conocido jamás,. Bañado y perfumado, cortados sus cabellos y recortada su barba, ahora vestía como un príncipe y era honrado y respetado por cuantos le rodeaban, comía deliciosos manjares y bebía exquisitos néctares extraídos de frutas que parecían sacadas del jardín del edén, dormía en lechos de suaves plumas y entre brocados de oro y plata, tenía a su servicio una legión de esclavos dispuestos a satisfacer sus menores caprichos, y, lo que es más importante, contaba con el favor de la bella Farizada, que habiéndose enamorado de él, ya que en verdad se trataba de un mozo apuesto, deseaba retenerle por siempre a su lado.

Era, pues, ciertamente, un hombre dichoso, este Omar rescatado de la miseria por la gratitud de una djina, pero también un hombre justo, de modo y manera que un día se dirigió a la hermosa genio, y le habló así:

-Hace mucho tiempo que permanezco a tu lado, amable señora, pero mi destino me espera, como tú muy bien me dijiste la primera vez que entré en este palacio, y debo ir a su encuentro ya que así se halla escrito.

Farizada, aunque pesarosa, reconoció que el destino debía cumplirse, ya que nadie puede escapar a él, y entonces, cogiendo de la mano a Omar, le llevó junto a un estanque de aguas plateadas que había en su jardín encantado, y le hizo mirar en el fondo.

-Dime, ¿qué ves? -quiso saber.

-Tu semblante, seductor cual la luna del desierto, y el mío, al que apaga tu brillo, reflejados en el manso espejo del agua.

-No es eso lo que debes ver, Omar, fíjate bien. ¿Qué ves?

Omar aguzó la vista y entonces sus rostros reflejados, fueron poco a poco borrándose hasta dar paso a algo completamente diferente... Era la extensión de las dunas batidas por el viento, y en el centro de ese interminable mar de arena se levantaba una casa blanca, una casa sin ventanas y que tenía una sola puerta que estaba cerrada.

-¿Qué significa esto? -preguntó Omar.

-Tu destino -replicó la djina-, esa casa te espera ofreciéndote tres oportunidades...

-¿Tres oportunidades?

-Si, tres oportunidades entre las que habrás de elegir, y piensa que cada una de ellas es mejor que la otra, y que cualquiera de las tres puede colmar tus deseos, por eso la elección será muy difícil...

-¿No puedes ayudarme?

-No, en esta ocasión has de ser tú quien lo haga, recuerda que la elección siempre será tuya. 

Los bienaventurados días transcurridos en la morada  de la djina, habían tocado a su fin; con hondo pesar, el aguador y la bella Farizada tuvieron que decirse adiós y tras despedirse entre abrazos y lágrimas, ella se quedó en su palacio entre las nubes prometiendo que nunca le olvidaría, y él, de nuevo montado en el alado caballo negro como el ébano, reemprendió su camino de regreso a la Tierra.

Volaron muchas horas, tantas, que la noche fue quedándose a sus espaldas lo mismo que un recuerdo, y cuando ya la rosada aurora precedía la salida del sol, empezaron a descender, deteniéndose finalmente en un desierto cuyas dunas de color anaranjado eran incontables, y no mostraba rastro alguno de oasis.

-Hasta aquí hemos llegado -le dijo el caballo volador-, y aquí debo dejarte, pues mi misión contigo ya ha concluido. Esta es la última vez que nos vemos, buen amigo, adiós...

Y en así diciendo el corcel batió de nuevo sus alas maravillosas y partió sin volver la cabeza, abandonando a Omar a su suerte.

-Corto es el tiempo de la felicidad que huye más veloz que el viento -se dijo el aguador contemplando sus vestiduras suntuosas, que allí, en medio de las ardientes arenas del desierto, no encontraban el marco más adecuado, y empezó a caminar sin rumbo confiando plenamente en que su destino habría de guiarle en la dirección apropiada. Como en realidad así fue, ya que al poco de haber emprendido la marcha y coronando una alta duna, advirtió en la distancia la fantasmal silueta de un edificio aislado que trajo a su memoria la visión de aquel entrevisto en el claro espejo de las aguas argentinas de un estanque mágico. Comprendiendo entonces que había llegado a donde tenía que llegar, bajó todo lo rápidamente que pudo el talud y luego aceleró el paso hasta que su sombra se escondió debajo de las babuchas que calzaba, con lo cual se entiende que era ya el mediodía, y en ese preciso momento, llegó frente a la puerta del pequeño edificio, casa pintada de blanco y construida con adobe, en la que, lo único que parecía revelar solidez era la puerta, una puerta de madera oscurecida por el paso del tiempo, con una tabla clavada que escondía cualquier cerradura ofreciendo en trueque al viajero la gastada anilla de una aldaba que, no obstante, jamás podría vencer su inexpugnabilidad.

Incrustada en la fachada cegada por la luz, la puerta era como el párpado cerrado de un gigante dormido, dormida ella misma bajo la sombra del arco de su dintel y ante las losas que fingían la ilusión de un camino empedrado, y pues el recinto carecía de ventanas y además, comunicaba la impresión de hallarse deshabitado, Omar pensó que muy difícil iba a ser el penetrar en su interior. Mas, confiando siempre en su destino, y después de golpear con la aldaba por tres veces sobre la enigmática puerta, sentóse delante de ella, y se dispuso paciente a la espera, porque se decía en su interior que el Altísimo no le había llevado hasta el corazón del desierto para hacerle sucumbir luego bajo el ardiente sol y en respuesta a su fe, la puerta no tardó en abrirse suavemente, sin el más leve crujido, como si de un gesto de amistosa bienvenida se tratara, y una voz, que no era modulada por boca humana alguna, surgiendo de la oscura profundidad, se le dirigió con las siguientes palabras:

-PUEDES ENTRAR...

Y oyendo y obedeciendo, Omar el aguador, se levantó presuroso y transpuso el umbral de la puerta, con el corazón aligerado de temores.

Al poco de estar allí dentro, en medio de la frescura de una gran oscuridad perfumada que olía a sándalo y a jazmines, sus ojos se fueron acostumbrando hasta que, bien sea por esto, bien sea porque una discreta iluminación empezó a impregnarlo todo, el aguador fue adivinando formas que terminaron por convertirse en objetos muy concretos y así descubrió que a su izquierda había un cofre lleno de tesoros de incalculable valor, a su derecha un almohadón de cuero repujado en el que reposaba una arquilla de plata labrada, y en el centro, una mesita de lapislázuli en la que se apreciaba una redoma de cristal llena de un misterioso líquido color ámbar.

Omar se quedó sin saber ni que hacer ni que pensar, ya que ver veía pero no comprendía nada, y entonces La Voz le interpeló de nuevo:

-OMAR, AHÍ TIENES LAS MÚLTIPLES RIQUEZAS QUE EL HOMBRE AMBICIONA DURANTE TODA TU VIDA, CARGA CON EL COFRE, QUE TE SERÁ LEVE CUAL PLUMA, Y SERÁS RICO, YA QUE ESE COFRE NO TIENE FIN...

PERO SI LO QUE PRETENDES ES NO ENVEJECER NUNCA Y CONVERTIRTE EN INMORTAL, BEBE DE LA REDOMA LA ESENCIA DE LA VIDA, Y ALCANZARÁS LA ETERNIDAD...

La Voz enmudeció y Omar, sorprendido al ver que omitía mencionar la arquilla de plata labrada, quiso saber:

-Dime, ¡oh, Voz generosa!, ¿cuáles son los dones que se encierran dentro de esta pequeña arca de plata?

-EL MÁS VALIOSO DE TODOS, PERO EL MENOS APRECIADO POR LAS GENTES, LA SABIDURIA, PUES SIEMPRE SE ANTEPONE EL ORO, O LA ETERNA JUVENTUD, AL VALOR INMENSO DEL CONOCIMIENTO...

-¿Y yo tengo que elegir?

-ASÍ DEBE SER YA QUE ASÍ ESTÁ ESCRITO...

El aguador se puso a reflexionar en silencio.

Si escogía el tesoro inagotable, se convertiría en un hombre muy rico y poderoso, pero ello podía despertar envidias y recelos, que, a la postre, tal vez acabaran con su vida o desposeyéndole de sus riquezas...

Si en cambio elegía la inmortalidad, sería joven eternamente, pero vería envejecer y morir a su alrededor a los seres queridos y al final, convertiríase en el hombre más solitario del mundo...

En cuanto al tercer don, la sabiduría... ¿Podía él, un miserable aguador iletrado, aspirar a tanto?, ¿no resultaba por su parte, una presunción excesiva?...

La Voz habló:

-SE ACABA TU TIEMPO, OMAR, DEBES ELEGIR...

-¡Oh Voz bienhechora! -dijo Omar el aguador-, lo he pensado y ya he decidido, pues demasiado oro despierta la codicia ajena y la inmortalidad no se ha hecho para nosotros los hombres que deseamos siempre compañía, en la niñez la de los padres, en la juventud la de la mujer amada y en la vejez la de nuestra descendencia... Y la sabiduría... La sabiduría no es para mí, al ser demasiado simple e indigno de merecerla... Por tanto, ¡oh, Voz!, renuncio a los dones que tan bondadosamente me son ofrecidos, pero no veas en mi respuesta orgullo alguno sino nada más que humildad...

Así habló Omar y La Voz le escuchó sin interrumpirle, luego dijo:

-HOMBRE SABIO NO ES SÓLO EL QUE CONSAGRA SU VIDA AL ESTUDIO SINO EL QUE SABE PENSAR CON INTELIGENCIA... ¡OMAR, TUYA ES LA ARQUILLA DE PLATA Y LO QUE EN ELLA SE CONTIENE!...

El aguador, modesto, iba a protestar cuando de pronto el fragor de un rayo estalló delante de sus ojos derribándole al suelo, y al abrirlos de nuevo parpadeando, se hallo en la afueras de la ciudad de Bagdad, sentado en tierra y con la arquilla de plata entre las manos.

-¿Será la voluntad de mi destino el que me convierta en un hombre sabio? -se preguntó aturdido aún, y abriendo la pequeña arca, miró con curiosidad en su interior que tapizaba el más fino damasco púrpura... Y sus ojos vieron un pequeño pergamino enrollado que ataba fino cordoncillo de seda. Con dedos temblorosos deshizo el nudo que lo sujetaba y al extender la hoja ante sí vio que estaba escrita y leyó:

"Tu discreción ha sido recompensada como merece".

Entonces Omar vino a comprender que le había sido otorgado el preciado don de la sabiduría, ya que él, que era analfabeto, acababa de leer el mensaje, y prosternándose le dio las gracias al Altísimo por su bondad infinita, luego se levantó y entró en la ciudad en donde a poco que arribar a la primera plaza pudo advertir como toda la gente estaba muy alborotada comentando a gritos una nueva: el califa sólo había tenido tres hijas, la primera casada con el rey de la India, la segunda con el rey de China, y la tercera, la más pequeña y querida de su corazón ya que era hija que le nació en la vejez, soltera, pues avaro de su presencia, el califa retrasaba el momento de concederla en matrimonio a ningún pretendiente, había caído enferma de un mal que médico alguno sabía curar, por tanto el soberano, desesperado, ofrecía su mano a aquel quién pudiera devolverle la salud fuese éste médico o no.

Omar no se lo pensó dos veces en escuchando semejantes comentarios, y, sin la menor vacilación, se encaminó al palacio real en el cual se hizo anunciar como aquel que podía sanar a la princesa enferma, siendo recibido de inmediato por el mismo califa en persona quien quedó gratamente impresionado ante la presencia de aquel joven ricamente vestido, de noble expresión y actitud de gran modestia y sencillez.

-Seas bienvenido a mi humilde morada, ¡oh, desconocido!, y si en verdad devuelves la salud a mi hija la princesa, tuya será su mano y en mi tendrás a un segundo padre...

-¡Cúmplase lo que se halle escrito! -dijo sabiamente Omar.

Y sin más dilaciones que pudiesen acortar el tiempo precioso del que disponían, el ex aguador fue introducido en los aposentos de la enferma a la que tomó el pulso, recetándole, por toda medicina, un vaso de agua fresca recién extraída del pozo de palacio, y la asombrosa curación tuvo lugar, tanto más rápida cuanto que la princesa, que languidecía de mal de amores, apenas vio entrar en la estancia a Omar se prendó de tan gentil sanador y recuperando salud y sonrisa, se declaró curada en el mismo instante y hora, prodigio que maravilló hasta el límite de la admiración, a propios y extraños.

Huelga agregar que Omar contrajo matrimonio con la hija del califa, y, que a la muerte de éste le sucedió en el trono siendo un monarca justo y muy sabio, bien amado por su pueblo, cuya memoria, debido a su sabiduría y discreción, ha podido llegar hoy hasta nosotros transformada en leyenda.

 

EL PERRO DE PORCELANA


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