LA HISTORIA DE LA MANO CORTADA | |||
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Nací
en Constantinopla, mi padre trabajaba de dragomán (intérprete)
en la Puerta (de la corte turca) y, muy cerca, tenía una tienda
bastante lucrativa, de ricas esencias y tejidos de seda. Me dio
una buena educación, de una parte de la cual fue él mismo el instructor,
y la otra parte me la dio mandándome recibir clases de nuestro
cura. Desde el principio dispuso que yo me haría cargo de su negocio;
tal como lo había previsto, cuando tuve más conocimientos, y siguiendo
el consejo de un amigo, decidió que debía estudiar medicina, porque
un médico, habiendo aprendido algo más que los vulgares charlatanes
del mercado, tiene más posibilidades de hacer fortuna en Constantinopla.
Por nuestra casa pasaban muchos franceses, y mi padre trabó amistad
con uno con el que me envió a París, en donde aquellos estudios
se podían hacer gratuitamente y de la mejor manera; aquel francés
le ofreció pagarme el viaje cuando regresara a Francia. Mi padre,
que cuando era joven también había viajado, lo aceptó y el francés
me dijo que debía estar preparado para partir a los tres meses.
Yo no cabía en mí de tan contento como estaba por poder ir al
extranjero y esperaba ansioso el momento de embarcar. Por fin,
el francés terminó de arreglar sus negocios y se preparó para
el viaje. El día antes de salir, mi padre me llevó a su habitación,
donde había colocado espléndidos vestidos y armas encima de la
mesa. Pero lo que más me llamó la atención fue un gran montón
de oro, ya que nunca había visto tanto junto. Mi padre me abrazó
allí mismo y me dijo: —Mira,
hijo mío, te he preparado ropa para el viaje. Estas armas son
tuyas; son las mismas que me dio tu abuelo cuando yo salí al extranjero.
Sé que las sabes utilizar, pero hazlo sólo si te atacan y, si
se da el caso, sé contundente. No tengo un gran patrimonio; ya
lo ves, lo he dividido en tres partes una de ellas es tuya, otra
es para mantenerme y de reserva, y la tercera, que considero un
patrimonio sagrado e inviolable, te servirá para cuando tengas
un momento de necesidad. Esto
es lo que me dijo mi anciano padre mientras se le anegaban los
ojos, quizás porque presentía que no volveríamos a vernos. El
viaje fue bien desde el principio; acabábamos de poner los pies
en tierra francesa y al cabo de seis días de viaje ya estábamos
en París. Una vez allí, mi amigo francés me alquiló una habitación
y me aconsejó que tuviera cuidado con el dinero, que en conjunto
ascendía a dos mil táleros. Estuve viviendo tres años en aquella
ciudad, y aprendí lo que debe saber un buen médico; pero mentiría
si dijese que estuve a gusto allí, porque las costumbres de aquella
gente no me gustaban; tampoco tenía muchos amigos, pero los que
hice eran personas generosas. La añoranza acabó afectándome; en
ningún momento me llegaron noticias de mi padre y aproveché una
ocasión favorable para volver a casa. Se
trataba de una delegación francesa de viaje a la Sublime Puerta.
Trabajé como médico cirujano del ministro plenipotenciario i volví
feliz a Constantinopla. Pero encontré cerrada la casa de mi padre
y los vecinos, sorprendidos al verme, me dijeron que mi padre
había muerto hacía dos meses. Aquel cura, que había sido mi maestro
cuando era joven, me trajo la llave de casa; solo y desvalido
entré en la desolada casa. Todo lo encontré tal como lo dejó mi
padre, sólo faltaba el oro que había prometido sería para mí.
Pregunté al cura qué sabía de ello y éste se inclinó y dijo: —Vuestro
padre murió como un hombre santo, porque legó su oro a la Iglesia. Esto
no lo entendí ni entonces ni lo entiendo ahora, pero ¿qué podía
hacer? No tenía ningún testigo para contradecir al cura y, aún
podía estar contento de que no hubiese considerado también la
casa y los otros bienes como una herencia. Aquella fue la primera
desgracia que me ocurrió. Desde entonces me ocurrieron una tras
otra. De mi prestigio como médico no se enteró nadie, porque me
daba vergüenza hacer de charlatán y, sobre todo, me hacían falta
las recomendaciones de mi padre, que me habrían introducido en
el mundo de los ricos y de la aristocracia, que en aquellos momentos
ya ni se acordaba del pobre Zaleukos. Ah, las mercancías de mi
padre no tuvieron salida porque los clientes de siempre ya se
habían dispersado, y los nuevos se hacen poco a poco. Cuando
reflexionaba seriamente, desesperado por mi nueva situación, se
me ocurrió que con frecuencia se veían franceses por mi pueblo
que recorrían el país y vendían el género en los mercados; recordé
que a la gente le gustaba comprarles cosas a ellos, porque venían
del extranjero y en este tipo de comercio se puede obtener el
cien por cien. Tomé una decisión inmediatamente. Vendí la casa
de mi padre, di una parte del dinero a un buen amigo para que
lo guardase, y con el resto compré cosas que en Francia van escasas;
como los mantones, tejidos de seda, ungüentos y aceites. Compré
un billete en un velero y empecé mi segundo viaje a Francia. Tan
pronto hubimos pasado los Dardanelos, ya tuve la impresión de
que la suerte volvía a serme favorable. El viaje fue corto y venturoso.
Atravesé ciudades grandes y pequeñas y, por todas partes, encontré
clientes deseosos de comprarme el género. Mi
amigo de Constantinopla no cesaba de enviarme provisiones y día
tras día me fui haciendo con un patrimonio. Cuando me pareció
que había ahorrado lo suficiente como para arriesgarme a montar
un negocio mayor, me marché, con toda la mercancía, hacia Italia.
Sin embargo, os he de confesar que hubo algo que no me ayudó mucho
a hacer dinero; me había traído el equipo de cirujano para hacer
algo más. Cuando llegaba a una ciudad, ponía anuncios de que había
un médico griego que ya había curado a mucha gente y la verdad
es que mis bálsamos y medicamentos me hicieron ganar muy pocos
cequines[i]. Bien,
pues por fin llegué a Florencia. Tenía la intención de quedarme
una buena temporada en aquella ciudad, en parte porque me gustaba
mucho y en parte, también, porque quería descansar un poco de
tanto rodar por el mundo. Alquilé unos bajos en el barrio de Santa
Croce y, no muy lejos de allí, un par de habitaciones que, pasando
por una galería, daban a una taberna. A continuación repartí anuncios
por todas partes presentándome como médico y comerciante; tan
pronto tuve abierto el local, los clientes ya acudieron en masa
y, si se daba la circunstancia que tenía precios más altos que
los demás, pues aún venía más gente, ya que procuraba ser agradable
y hacerme amigo de los clientes. Hacía
ya cuatro días que me lo pasaba bien en Florencia cuando, una
tarde, en que estaba revisando las provisiones de ungüentos de
los pequeños recipientes después de cerrar la tienda, como era
mi costumbre, encontré un pedazo de papel, que no había visto
antes, en una de las cajitas. Lo abrí y vi que se trataba de una
invitación para encontrarme con alguien aquella misma noche, a
las doce en punto, en un puente que le llaman Ponte vecchio. Estuve un buen rato pensando
quien podía ser aquel que me invitaba de esta forma; dado que
casi no conocía a nadie en Florencia, pensé debía ser alguien
que me quería acompañar en secreto hasta algún enfermo, cosa que
ocurría con bastante frecuencia. Por tanto, decidí comparecer
a la cita; sin embargo, por precaución, me até a la cintura el
sable que de aquella forma tan solemne me había regalado mi padre. Cuando
se acercaba la medianoche, me puse en camino y enseguida estuve
en el Ponte vecchio.
En el puente no había nadie y, con todo desierto y solitario,
esperé a que apareciera quien me había citado. Era una noche fría,
de luna llena y brillante, y yo miraba las olas del Arno que de
lejos brillaban a la luz de la luna. Dieron las doce en la
iglesia de la ciudad, me erguí y ante mí vi a un hombre
alto, cubierto completamente con una capa roja, con el extremo
de la cual se tapaba la cara. Al
principio me asusté un poco, porque no lo había visto llegar,
pero me serené enseguida y le dije: —Ya
que me habéis hecho venir hasta aquí, decidme ¿qué queréis? El
de la capa roja se volvió y dijo pausadamente: —¡Sígueme! La
verdad es que me resultaba un poco inquietante tener que ir solo
con aquel desconocido; me quedé donde estaba, y le dije: —Pues
no, estimado señor; si primero me quisieseis decir dónde; si también
me mostraseis un poco vuestra cara para ver si dispongo de vuestra
benevolencia... Pero
el de la capa roja hizo como si eso no le importase nada. —¡Si
no quieres, Zaleukos, quédate! —Respondió y se marchó. Entonces
me puse rabioso. —¿Queréis
decir —dije gritando—, que un hombre, como yo, puede dejarse tomar
el pelo por cualquier desquiciado, habiendo tenido que esperar
inútilmente en una noche fría como esta? En
tres saltos lo alcancé, lo agarré por la capa y alcé aún más la
voz mientras me disponía a desenvainar el sable, pero me quedé
con la capa en la mano, y el desconocido desapareció en la primera
esquina. Éste me enfureció aún más; pero tenía la capa, y debía
servirme de clave para aclarar aquella extraña aventura. Me la
puse y volví a casa por donde había venido. No había dado aún
cien pasos, cuando alguien me pasó a rozar y me dijo en voz baja
y en francés: —Vigilad,
tened cuidado. Esta noche no hay nada que hacer. No
tuve tiempo ni de volverme que aquel alguien ya se había largado
y sólo me dio tiempo de ver una sombra que se deslizaba por las
paredes de las casas. Que aquella voz se había dirigido a la capa
y no a mí, lo entendí, pero eso no me aclaraba nada de todo aquel
misterio. Al día siguiente estuve pensando qué se podía hacer.
Al principio pensé que seria conveniente utilizar la capa de señuelo,
como si me la hubiese encontrado; pero de esta forma el propietario
podía enviar a un tercero a buscarla, y yo me quedaría sin encontrar
explicación alguna. La capa era pesada, de genuino terciopelo,
rojo púrpura, ribeteada con piel de astracán y ricamente bordada
con hilo de oro. El aspecto suntuoso de la capa me dio una idea,
que decidí poner en práctica. La
llevé a la tienda y la puse a la venta, pero le fijé un precio
tan alto que, estaba seguro, no iba a comprarla nadie. Mi intención
era no perder de vista cualquier persona que preguntase por la
capa, porque la figura del desconocido, que yo había visto cuando
perdió la capa y que se me había mostrado claramente, la habría
reconocido entre un millar. Vinieron muchos dispuestos a comprarla,
ya que era una pieza extraordinariamente bonita y que llamaba
mucho la atención; pero ninguno se parecía ni de lejos al desconocido,
nadie me quería pagar el elevado precio de doscientos cequines
Para mí era una cosa sorprendente que, cuando preguntaba si no
había nadie en Florencia que pudiese llevar una capa como aquella,
todo el mundo me respondía que no y me asegurase que no había
visto nunca una pieza tan cara y de un gusto tan refinado. Ya
oscurecía cuando, por fin, vino un hombre joven, que ya había
entrado en mi establecimiento y ya había estado regateando el
precio de la capa. Tiró una talega de cequines sobre la mesa y
me dijo, gritando: —Vaya
Zaleukos, quiero tu capa, aunque para ello tenga que mendigar
—al tiempo que empezaba a contar sus monedas de oro. Me
encontré en un buen compromiso, sólo había colgado la capa a modo
de reclamo para atraer al desconocido, y ahora se me presentaba
un joven insensato diciendo que quería pagarme un precio monstruoso.
¿Qué otra cosa podía hacer? Cedí porque, por otro lado, no estaba
nada mal que la aventura de la pasada noche me diese aquellos
beneficios. El joven se puso la capa y ya se iba, pero al llegar
a la puerta se dio la vuelta y me entregó un papel, que encontró
pegado a la capa, me miró y me dijo; —Toma
Zaleukos, esto no es de la capa. Inmediatamente
cogí aquel pedazo de papel, y leí lo que decía: “esta noche, a
la hora que ya sabes, lleva la capa al Ponte vecchio. Allí te esperan cuatrocientos
cequines”. Me quedé de piedra. ¡Había dejado pasar la suerte y
desaprovechado la oportunidad de conseguir mi objetivo! Aún así,
no me lo pensé dos veces; en un arrebato cogí los doscientos cequines;
salí corriendo tras el joven que me había comprado la capa, y
le dije: —Tomad
vuestros cequines, amigo mío, y devolvedme esta capa, me es imposible
venderla. En
el primer momento, el hombre se lo tomó como una broma, pero luego
se dio cuenta de que aquello iba de veras. Mi petición le hizo
enfurecer como una mala cosa, me trató como a un loco y acabamos
a tortazos. Pero tuve suerte y se la pude quitar y, cuando ya
me disponía a huir, piernas para que os quiero, llegó la policía,
alertada por aquel joven, y se nos llevó al juzgado, a los dos.
El juez encontró que el caso era un poco extraño y adjudicó la
capa a mi adversario. Yo no desistí. Ofrecí a aquel joven veinte,
cincuenta, ochenta, hasta cien cequines, a más de los doscientos
que él me había pagado, si me devolvía la capa. Lo que no consiguieron
mis palabras lo consiguió mi oro. Cogió todos mis cequines y yo
salí triunfante con mi capa, pero tuve que tragarme que todo Florencia
me llamara loco. Ahora bien, me daba lo mismo lo que pensase la
gente, porque yo sabía mejor que nadie que me había salido con
la mía. Esperé
a que llegara la noche con impaciencia. Fui hacia el Ponte vecchio, con la capa bajo el brazo,
a la misma hora que la noche pasada. Cuando el reloj dio la última
campanada, se me acercó el mismo personaje. Era el mismo hombre,
sin duda alguna. —¿Tienes
la capa? —me preguntó. —Si,
señor —le respondí—, pero he tenido que pagar por ella unos cuantos
centenares de cequines al contado. —Ya
lo sé —respondió—. Mira esto con atención, aquí hay cuatrocientos. Nos
acercamos los dos hasta una barandilla ancha del puente y me ayudó
a contar las monedas de oro. Había cuatrocientas; a la luz de
la luna lucían magníficas y aquel brillo me ensanchó el corazón
de contento. ¡Ni de lejos sospeché que sería la última vez! Metí
el dinero en mi bolsillo e intenté ver bien la cara de aquel desconocido,
pero llevaba un antifaz desde donde me miraban unos ojos negros,
aterradores. —Os
doy las gracias por vuestra bondad —le dije—. Ahora decidme, ¿qué
queréis de mí? Pero antes debéis de saber que no voy a hacer nada
impropio. —No
os preocupéis innecesariamente —respondió, mientras se echaba
la capa sobre su espalda —Busco
vuestra ayuda como médico, pero no para un vivo, sino para un
muerto. —¿Cómo
es eso? —dije con estupor. —Vine
a tierras extranjeras con mi hermana —empezó a explicarme, al tiempo que me hacía señas para
que le siguiera—, estábamos aquí en casa de unos amigos de la
familia. Mi hermana se murió ayer a causa de una rápida enfermedad
y los familiares la quieren enterrar mañana. Pero es costumbre
de nuestra familia que todos descansen en la tumba del padre,
por eso, a todos aquellos que han muerto en tierra extraña, los
han devuelto embalsamados. A los familiares, yo sólo les quiero
dejar el cuerpo, pero a mi padre le quiero llevar, como mínimo, la cabeza. Así la podrá ver otra
vez. Aquella
costumbre y lo de cortar la cabeza de un familiar, me pareció
espantoso. A pesar de ello, no hice ningún comentario para no
ofender al forastero. Por este motivo, le dije que podía intentar
embalsamar el cuerpo y le pedí me condujese donde estaba la difunta.
De todas formas, le dije que no entendía por qué tenía que hacerlo
de noche y en secreto, y me respondió que a sus familiares aquella
idea les parecía cruel y que, de día, ya no habían consentido
en cortarle la cabeza. Pero una vez estuviera cortada, ya no podrían
quejarse; él hubiera preferido traerme la cabeza para embalsamarla,
pero un sentimiento natural le había reprimido de cortarla él
mismo. Mientras,
habíamos llegado a una casa grande y lujosa. Mi acompañante me
indicó el objetivo de nuestro paseo nocturno. Pasamos de largo
la puerta principal de la casa, entramos por otra pequeña, que
el forastero cerró con mucho cuidado tras de sí, y subimos, a
oscuras, por una escalera de caracol. Ésta daba a un pasillo casi
oscuro que conducía a una habitación iluminada por una lámpara
que colgaba del techo. Entramos. En
aquella habitación yacía el cadáver en una cama. El forastero
volvió la cabeza e hizo como si quisiese ocultar las lágrimas.
Me señaló la cama con el dedo, me ordenó que hiciese enseguida
lo que tenía que hacer, y se marchó. Saqué
el bisturí, que como cirujano llevo siempre conmigo, y me acerqué
a la cama. Sólo se podía ver la cabeza del cadáver, pero era una
muchacha tan bonita que instintivamente me embargó un sentimiento
de compasión. El cabello largo y negro le colgaba por los costados
de la cama, su cara estaba pálida y tenía los ojos cerrados. En
primer lugar hice una incisión en la piel, tal como hacen los
cirujanos cuando han de cortar algún miembro. Acto seguido tomé
el bisturí más afilado y, con un
movimiento, le corté el cuello. Pero ¡qué horror! El cadáver abrió
los ojos y aunque los volvió a cerrar enseguida, emitió un profundo
gemido. Me dio toda la impresión que expiraba al tiempo que un
chorro de sangre me salpicaba. Estaba convencido de que había
matado a la pobre chica porque muerta, seguro que lo estaba. Con
aquella herida no había salvación posible. Me quedé allí unos
minutos angustiado por aquella pesadilla en que me había metido.
¿Me engañó el de la capa roja o la chica sólo aparentaba que estaba
muerta? Esto último era lo más probable. Pero no le podía decir
al hermano de la difunta que un corte no tan drástico podrá haberla
reanimado, sin matarla. Por eso quise volver a separar la cabeza
enseguida, pero la moribunda se volvió a quejar, tuvo una convulsión
horrorosa y murió. Me quedé desencajado por el miedo y salí precipitadamente
de la habitación. Fuera, el pasillo estaba del todo a oscuras
porque habían apagado la lámpara. No vi ningún rastro de aquel
hombre, y tuve que adivinar a tientas el camino hacia la escalera
de caracol. Finalmente, a patinazos y trompicones, la encontré.
Abajo tampoco había nadie; la puerta estaba sólo entornada, y
respiré aliviado al llegar a la calle, porque aquella casa se
me estaba echando encima. Empujado por el miedo, no paré de correr
hasta llegar a casa y me hundí en los almohadones de mi cama,
intentando olvidar la monstruosidad que acababa de cometer. Me
venció el sueño y la luz del día me sorprendió en la cama. Estaba
seguro que el hombre que me había empujado a cometer aquel crimen
tan perverso, que es lo que entonces yo me figuraba, no me denunciaría.
Decidí ir a mi establecimiento y volver a mi negocio, y hacer
como si nada hubiese ocurrido. ¡Pobre de mí! En aquel momento
me di cuenta que debía afrontar otro inconveniente. Eché en falta
el sombrero y el cinturón, y también el bisturí. Estaba seguro
de que me lo había olvidado todo en la habitación de la difunta
o, como mínimo, de haberlo perdido al salir corriendo. Desgraciadamente,
la primera posibilidad era la más probable y, siendo así, podían
culparme del asesinato. Abrí
la tienda a la hora de costumbre. El vecino se me acercó como
hacía cada día, ya que era un hombre muy hablador. —¿Ea,
que pensáis de eso tan terrible? —empezó diciendo—. ¿De eso que
ha ocurrido esta noche? Hice
como si nada supiese. —¿Cómo
es posible que no sepáis nada? ¿Si la noticia ha corrido como
reguero de pólvora? ¿No sabéis que la flor más bonita de Florencia,
la joven Bianca, hija del gobernador, ha sido asesinada esta noche?
Ay señor, ayer mismo la vi tan contenta paseando por la calle
con su prometido, con quien, hoy precisamente, se tenía que casar. Cada
palabra del vecino era como si me clavasen un puñal en el corazón.
Aquella tortura fue larga, porque todos los clientes me explicaban
la misma historia una y otra vez. Cada vez me la contaban de una
forma más aterradora y, con todo, nadie la podía explicar tan
aterradora como yo la había visto. Cerca del mediodía vino a la
tienda un oficial del juzgado y me pidió que hiciese salir a la
gente. —Signore
Zaleukos —dijo a la vez que me mostraba todo lo que yo había echado
en falta—, ¿son suyas estas cosas? Dudé
un momento si debía negarlo o no, pero cuando, por la puerta entreabierta
de la tienda, vi a mi casero y muchos conocidos que podían testificar
en mi contra, decidí no empeorar las cosas con una mentira y reconocí
que aquellas cosas eran mías. El oficial me pidió que le siguiese
y me condujo hasta un gran edificio que, constaté, se trataba
de la prisión. Me asignó una celda y dijo que me esperase. Cuando,
al quedarme solo en la celda, pude reflexionar, vi con claridad
que mi situación no era nada buena. No podía dejar de pensar que
había matado a la chica, aunque lo había hecho sin querer. Tampoco
podía dejar de pensar que el brillo del oro me había ofuscado,
de lo contrario no hubiese caído en la trampa tan ciegamente.
Al cabo de dos horas de mi detención, me sacaron de aquel sitio
y me llevaron al final de una larga escalera hasta una gran sala.
Allí había doce hombres, la mayoría ancianos, sentados tras una
mesa tapizada de color negro. Había bancos a ambos lados de la
sala, donde estaba sentada toda la aristocracia de Florencia.
En los palcos había una multitud de espectadores. Estando ya delante
de la mesa, un hombre de aspecto lúgubre se levantó; era el gobernador.
Se dirigió a los allí reunidos y les dijo que como padre de la
víctima no podía ser juez en aquel caso y que, por aquel motivo,
cedía su lugar al senador más anciano. Aquel senador era un anciano
de, como mínimo, noventa años. Se puso de pié, medio encorvado,
unas greñas de cabellos blancos le colgaban de las sienes, pero
tenía los ojos enérgicos y la voz fuerte y segura. Empezó preguntándome
si me confesaba culpable del asesinato. Le pedí que me escuchase
y le expliqué de forma clara y precisa lo que sabía y lo que había
hecho. Me di cuenta que, mientras yo hablaba, el gobernador empalidecía
y enrojecía sucesivamente y, al terminar, explotó de rabia. —¡Que
desvergüenza! —me dijo gritando— ¿Cómo te atreves, un criminal
como tú, imputar a otra persona lo que has cometido por codicia? El
senador le llamó la atención por haber interrumpido y haberse
adjudicado espontáneamente el derecho a hablar; además, no estaba
comprobado que yo hubiese cometido el delito porque, según había
dicho antes él mismo, no había habido robo a la difunta. Eso es
verdad. El senador continuó, y le dijo al gobernador que debía
dar cuenta de la vida de su hija, porque sólo así se podría decidir
si yo decía la verdad, o no. En aquel punto se suspendió la sesión
para, tal como explicó, poder investigar los papeles de la chica
muerta, que el gobernador debía facilitarle. Me llevaron otra
vez a mi celda, donde pasé un día muy abatido, continuamente preocupado,
con unas ganas tremendas de que pudieran relacionar, de alguna
forma, el asesinato con el hombre de la capa roja. Al día siguiente
entré esperanzado en la sala del juicio. Había un montón de cartas
encima de la mesa. El anciano senador me pidió si era mía aquella
letra; las miré y vi que las había escrito la misma persona que
me envió las notas. Lo hice saber al senador, pero tuve la impresión
de que no me hacían ningún caso y contestó que yo podía, o quizás
debía, haberlas escrito todas, ya que la firma de las cartas era
inequívocamente una Z, la primera letra de mi nombre. Las cartas
estaban llenas de amenazas a la chica muerta y de advertencias
por el casamiento que debía de celebrarse. Se
notaba la influencia del gobernador por la forma más severa y
más desconfiada en que me trataban aquel día. Pedí que comprobasen
mi letra con los papeles que pudiesen encontrar en mi casa, pero
me dijeron que habían ido y no habían encontrado nada. De esta
forma se desvanecieron mis esperanzas, al acabar el juicio y,
cuando al tercer día me condujeron de nuevo a la sala, me leyeron
la sentencia en la cual me hallaban culpable de asesinato premeditado.
Esto fue lo que entendí. ¡Abandonado de todos, sin lo que más
quería, lejos de casa, debía morir de un hachazo, inocente y en
la flor de la vida! La
tarde de aquel día de mal recuerdo, que había decidido mi destino,
estaba solo sentado en mi calabozo; sin esperanza y con el pensamiento
concentrado en una muerte tétrica. Entonces se abrió la puerta
de la celda y entró un hombre que me observó un rato en silencio. —Ya
te he encontrado, Zaleukos —dijo. Por
la débil claridad de mi lámpara no le había reconocido, pero su
voz me evocó recuerdos. Era Valetty, uno de aquellos pocos amigos
que hice en París cuando era estudiante. Me dijo que estaba casualmente
en Florencia, en donde vivía su padre que era una persona conocida;
se había enterado de mi historia y había venido para volverme
a ver, y para saber de viva voz si era capaz de haber cometido
un asesinato tan monstruoso. Le expliqué toda la historia. Creo
que todo lo que le expliqué le sorprendió mucho y me esforcé en
hacerle ver, a él, mi único amigo, que todo lo que le había dicho
era cierto y que no le decía ninguna mentira. Le juré con el juramento
más solemne que todo era verdad y que no me sentía culpable de
nada más que de, ofuscado por el brillo del oro, no haberme percatado
de lo absurdo de la explicación del desconocido. —¿Entonces,
tu no conocías a Bianca? —me preguntó. Le
aseguré que ni siquiera la había visto. Entonces Valetty me dijo
que en aquel asunto había
un profundo secreto, que el gobernador había precipitado la tramitación
de la sentencia, y que corría el rumor que hacía tiempo que yo
conocía a Bianca y la había asesinado para vengarme de que se
hubiese casado con otro. Me dio a entender que todo aquello era
cosa del hombre de la capa roja y que yo no podía demostrar su
complicidad. Valetty
me abrazó llorando y me prometió que haría todo lo posible para,
como mínimo, poder salvarme la vida. Yo no albergaba muchas esperanzas,
sin embargo, sabía que Valetty era un hombre listo, que tenía
experiencia en cuestión de leyes y que haría lo posible para salvarme.
Pasé dos larguísimos días sin tener noticias y, por fin, apareció
Valetty. —Te
traigo consuelo pero también dolor. Vivirás y serás libre, pero
perderás una mano. Le
di las gracias, conmovido. Me dijo que el gobernador se había
mostrado inflexible, pero que, finalmente, para que no le acusaran
de injusto, le permitió revisar el caso con la condición de que
si en libros de la historia florentina encontraba otro caso semejante
al mío, me debían aplicar la misma condena que hubiesen aplicado
al otro. Valetty y su padre habían trabajado día y noche leyendo
libros antiguos y por fin habían encontrado un caso idéntico al
mío. La sentencia decía: se
le cortará la mano izquierda, se le confiscaran
los bienes y será desterrado a perpetuidad. Esta era, por
tanto, mi sentencia y debía prepararme para las horas especialmente
difíciles que me esperaban. No quiero volver a revivir la imagen
de aquel momento en que dejé la mano encima del pilón del mercado
y que la sangre me salía a borbotones. Valetty
me tuvo en su casa mientras estuve convaleciente, después me suministró
todo el dinero necesario para el viaje, ya que todo aquello que
tanto me había costado conseguir se había convertido en botín
para los jueces. Viajé de Florencia a Sicilia y allí tomé el primer
velero que salía hacia Constantinopla. Puse todas las esperanzas
en la suma de dinero que había dejado confiada a mi amigo y también
le pedí que me dejase vivir en su casa, pero me sorprendió mucho
cuando me contestó que ¡porqué no me instalaba en mí casa! Me dijo que un forastero había
comprado en mi nombre mi casa del barrio de los griegos; el vecino
añadió que también le dijo que volvería pronto. Estos amigos me
acompañaron enseguida y fui muy bien acogido por todos los antiguos
conocidos. Un anciano mercader me dio una carta que el forastero
le había dado para mí. La
leí: “Zaleukos, hay dos
manos dispuestas a trabajar sin descanso para que tu no eches
en falta la tuya. Esta casa que ves ahí, y todo lo que hay en
ella, es tuya y cada año recibirás tanto que serás el más rico
de tu pueblo. ¿Querrías perdonar a alguien que es más desgraciado
que tú?”. Me imaginé quien era, aquel que me había escrito
la carta, y el mercader, respondiendo a mi pregunta, me dijo que
el hombre debía ser francés y que llevaba una capa roja. Esto
era suficiente para estar seguro de que el desconocido no podría
mostrar ningún otro sentimiento noble. En mi nueva casa encontré
todo lo mejor y, también, un establecimiento provisto con artículos
aún más bonitos que los que yo jamás había tenido. Han
pasado ya diez años de todo esto; continúo viajando por negocios
más por vieja rutina que por necesidad; eso sí, no he vuelto a
ver aquella tierra en la que me sentí tan desgraciado. Desde entonces,
cada año recibo mil monedas de oro y, aunque no puedo decir que
la generosidad de aquel desgraciado me disguste, también es verdad
que no puede comprar el sufrimiento de mi alma, porque siempre
tendré presente la imagen de la pobre Bianka. Zaleukos,
el griego, había terminado su historia. Todos le habíamos escuchado
con emoción, además, nos dimos cuenta que el forastero estaba
muy emocionado; tuvo que respirar profundamente unas cuantas veces
y Muley, incluso, le vio lágrimas en los ojos. Estuvieron mucho
rato hablando de aquella historia. —¿Y
no odias a este desconocido que tanto daño te ha hecho y que puso
tu vida en peligro? —le preguntó el forastero. —Ya
lo creo, al principio hubo momentos en que le odiaba —contestó
el griego—. Le acusaba ante Dios, de todo corazón, por haberme
causado aquel sufrimiento y haberme envenenado la vida, pero encontré
consuelo en la religión de mi padre. Esta religión me exhortaba
a perdonar a los enemigos y, por otro lado, él es aún más desgraciado
que yo. —¡Sois
un hombre noble! —exclamó el forastero y, emocionado, estrechó
la mano del griego. El jefe de la guardia interrumpió aquella conversación. Entró en la tienda con gesto preocupado para informar que no debían perder la serenidad, pero que estaban en un lugar en donde normalmente atacaban a las caravanas y que, además, sus vigías habían visto acercarse un grupo de hombres a caballo. A
los mercaderes les aterrorizó la noticia. Pero Selim, el forastero,
se extrañó de que se preocuparan y les hizo comprender que si
iban tan bien protegidos no debían atemorizarse por un destacamento
de ladrones árabes. —¡Sí,
tiene razón, señor! —le respondió el jefe de los vigías— Si sólo
fuera por esta gentuza, pero desde hace algún tiempo el terrible
Orbassan ha vuelto a las andadas, y con éste es mejor estar ojo
avizor. El
forastero preguntó quién era este Orbassan y Achmed, el anciano
mercader, le contestó: —La
gente explica cosas de todo tipo de este hombre terrible. Unos
le tienen por un ser sobrenatural, porque frecuentemente se ha
escapado de escaramuzas contra cinco o seis hombres a la vez;
otros le tienen por un francés intrépido, tocado por la mala suerte
pero, ante todo, seguro que es un ladrón y un malvado bandolero. —Esto
no podéis afirmarlo con seguridad —le replicó Lezah, uno de los
mercaderes—. Quizás sea un ladrón, pero también es un hombre noble.
Así se lo demostró a mi hermano y os puedo explicar una historia
a modo de ejemplo. De su pandilla ha hecho un grupo bien organizado
y mientras ellos andan por el desierto, ninguna otra banda se
atreve a salir por ahí. Tampoco roba como los demás, sino que
recauda un impuesto de protección de las caravanas, y todo aquel
que le paga voluntariamente puede continuar sano y salvo. Los
viajeros hablaban de estas cosas en la tienda, pero los guardias
que vigilaban el lugar empezaron a intranquilizarse. Habían visto
que les seguía un grupo bastante considerable de hombres a caballo,
a los que llevaban media hora de ventaja. Uno de los vigilantes
entró en la tienda para anunciar que realmente les asaltarían.
Los mercaderes pidieron la opinión de todos acerca de qué se debía
hacer, si plantarles cara o esperar y ver qué ocurría. Achmet
y los dos mercaderes ancianos preferían esperar, pero el exaltado
Muley y Zaleukos querían plantar cara y pidieron al forastero
que les diese apoyo. Pero éste se quitó el pañuelo azul con estrellas
rojas que llevaba metido en la faja, tranquilamente lo ató a una
lanza y ordenó a uno de los esclavos que lo clavase en lo más
alto de la tienda. Dijo que ponía su vida como prenda de que cuando
los jinetes vieran aquella señal pasarían sin hacer nada. Muley
no se lo creyó, a pesar de ello el esclavo clavó la lanza en lo
alto de la tienda. Mientras, todos los que estaban en la tienda
cogieron las armas y esperaron tensos la llegada de los jinetes.
Pues, sí que vieron la señal, porque de pronto cambiaron de dirección
y pasaron de largo la caravana, dando un gran rodeo. Los
viajeros se quedaron unos momentos asombrados, mirando ora a los
jinetes, ora al forastero, que estaba delante de la tienda en
actitud indiferente, como si no ocurriese nada, y mirando hacia
la explanada. Finalmente
Muley rompió el silencio: —¿Quién
eres, poderoso forastero —le gritó—, que con una señal puedes
dominar las hordas salvajes del desierto? —Me
dais más méritos de los que me merezco —respondió Selim Baruch—.
Con esta señal he procurado evitar que nos capturasen. Lo que
significa no lo sé, sólo sé que quién viaja con esta señal tiene
una protección muy poderosa. Los
mercaderes le dieron las gracias y le nombraron su salvador. La
verdad es que aquella banda estaba formada por tantos hombres
que los de la caravana no habrían podido hacer nada contra ellos. Se
retiraron más calmados y, cuando el sol empezó a ponerse y el
viento del atardecer ya pulía de arena la llanura, levantaron
el campamento y continuaron el viaje. Al
día siguiente acamparon aproximadamente a un día de camino de
la salida del desierto. Cuando ya los viajeros estuvieron otra
vez reunidos en la tienda, el mercader Lezah tomó la palabra. —Ayer os dije que el temido Orbassan era un hombre noble. Permitídme que hoy os dé constancia de esta cualidad con la narración del destino de mi hermano. Mi padre era Cadí en Akara. Tuvo tres hijos. Yo era el mayor y me seguían un hermano y una hermana que eran mucho más jóvenes que yo. Al cumplir los veinte años, un hermano de mi padre me llevó con él, a su casa. Me hizo heredero de sus bienes con la condición de que tenía que quedarme con él hasta que muriese. Pero vivió muchos años, de forma que sólo hace dos que regresé a mi casa. Hasta entonces no me enteré del terrible destino que había de afectar a mi familia y que Alá modificó con su benevolencia. [i] Del italiano zecchino,
moneda de oro antigua.
Continuarà... |