CUENTOS DEL ALMANAQUE[i]
Catalán

¡Haz clic y verás la ilustración a tamaño original!En un bello reino lejano, del que se dice todavía existe un jardín eternamente verde y donde nunca se pone el sol, reina desde siempre la reina Fantasía. Hacía ya  muchos años que la reina Fantasía obsequiaba a sus súbditos con el don de la abundancia, y era amada y venerada por todos los que la conocían. Pero la reina tenía un corazón demasiado grande para guardarse todas aquellas bendiciones en sus tierras y ella misma, equipada con su belleza y su eterna juventud, bajó a la Tierra porque se había enterado que la gente vivía triste y sin ilusiones. Les llevó el precioso don de su reino y, desde que aquella hermosa reina pasó por la Tierra la gente vivía contenta y estaba de buen humor, sin exagerar.

La reina también envió allí a sus hijos, que eran tan bien parecidos y amados como su madre, para que llevasen felicidad a la gente. En una ocasión cuando la princesa Cuentacuentos, la hija mayor de la reina, regresó de la Tierra, la reina advirtió enseguida que la princesa Cuentacuentos estaba triste. Sí, cada vez que la reina la miraba le parecía ver señales de llanto en sus ojos.

—¿Qué te ocurre, querida Cuentacuentos? —le preguntó la reina—. Desde que has vuelto estás tan triste y abatida... ¿ya no confías en tu madre, no quieres explicarme qué te ocurre?

—Ay, querida madre —contestó la princesa Cuentacuentos—. Créeme que debería de habértelo dicho, pero no quería que mis penas te entristecieran a ti también.

—Explícamelo todo, siempre, hija mía —le pidió la hermosa reina—. Las penas son una pesada carga si las lleva uno solo, pero se vuelven más ligeras si se llevan entre dos.

—Si así lo quieres —contestó la princesa Cuentacuentos—. Escucha: ya sabes lo mucho que me gusta estar con la gente, también sabes como he disfrutado pudiendo sentarme en la puerta de sus casitas y pasar un rato charlando con ellos, al terminar el trabajo. Además, siempre me habían saludado con un apretón de manos cuando llegaba y me habían mirado sonrientes y contentos cuando me iba, pero ahora hacía ya algunos días que no era así.

—Pobre Cuentacuentos —dijo la reina mientras le acariciaba las mejillas empapadas de lágrimas—. ¿Seguro que no te las imaginas, estas cosas?

—Lo digo de verdad. Me he dado perfecta cuenta. Lo he visto demasiado claramente —respondió la princesa Cuentacuentos—. Ya no me aman. Vaya donde vaya me encuentro con miradas frías, no soy bien recibida en ninguna parte e incluso los niños, a los que siempre he amado, se ríen de mí y me dan la espalda con desdén.

La reina se sujetó la cabeza con la mano y se quedó en silencio.

—Que cosa más rara. ¿Qué estará ocurriendo? —se preguntó la reina—. ¿Estás segura, Cuentacuentos, que la gente de allá abajo ha cambiado tanto?

—¡Escucha, la gente ha puesto vigilantes astutos que cachean y revisan minuciosamente todo lo que viene de tu reino, oh reina Fantasía! Si ven a alguien que no es de su agrado, le chillan, le apalean hasta matarlo o hablan tan mal de él que todo el mundo les cree a pie juntillas, y ya no hay forma de encontrar pizca de cariño ni chispa de confianza. ¡Vaya con mis hermanos los Sueños, a ellos sí que les van bien las cosas! Saltan a la Tierra alegres y contentos, ningún hombre astuto les pregunta nada, visitan a la gente cuando duermen y entrelazan y describen las historias que desean los corazones y que gustan a todo el mundo.

—Tus hermanos tienen los pies ágiles —dijo la reina—. Y tú, estimada, no debes tener ningún motivo para envidiarles. Por otro lado, ya sé que hay guardias de frontera, la gente no ha hecho mal en ponerlos. Ocurre que siempre hay algún desvergonzado que se hace pasar por enviado de mi reino y que, a lo sumo, nos debe haber visto desde el otro lado de la montaña.

—¿Pero, porqué me echan la culpa a mí? ¿A tu propia hija? —dijo la princesa Cuentacuentos, llorando—. Ay, si supieras lo que me han hecho. Me disfrazaron como una vieja solterona y me amenazaron que la próxima vez no me dejarían entrar.

—¡Qué me dices, hija mía! ¿Qué no te dejarían entrar? —dijo la reina gritando, y el pronto le acentuó el rubor en sus mejillas—. Pero, ya que lo dices, conozco el origen todo esto: ¡Aquella lengua de víbora de la madrina nos ha calumniado!

—¿La Moda? ¡No es posible! —Dijo la princesa Cuentacuentos gritando—. ¡Pero si siempre ha sido amable con nosotros!

—Uy, la conozco muy bien, es una hipócrita —contestó la reina—, pero esta nos la va a pagar hija mía. Los que queremos hacer el bien debemos estar siempre preparados.

—¡Madrecita! ¿Y si no quieren que vuelva allí? ¿O si hablan tan mal de mí que la gente ya ni me mira o me menosprecia y no me hace caso?

—Si los Mayores, mal aconsejados por la Moda, te menosprecian, te pondré a tu favor a los Pequeños, quienes son realmente mis predilectos. Haré que tus hermanos los Sueños les hagan llegar las más valiosas ilustraciones. Yo misma debo bajar a menudo, planeando, para verles; debo acariciarlos y darles besos, y debo jugar con ellos a juegos muy bonitos. Me conocen bien, aunque no saben como me llamo, a menudo, cuando oscurece, me he dado cuenta que sonríen mirando mi estrella y, por la mañana, aplauden contentos cuando mis vistosos borreguitos tiran de mí hacia las nubes. También me amarán cuando se hagan mayores y, entonces ayudaré a las queridas chiquillas a trenzar guirnaldas de colores, y los chicos, más traviesos, se estarán quietos cuando me siente con ellos en lo alto de los riscos. Les dejaré salir del mundo de las nubes, de las montañas azules, de los altos castillos y de los relucientes palacios, y con las nubes carmesíes del atardecer crearé batallones de aguerridos caballeros y procesiones de peregrinos.

—¡Cuánto me gustan los niños! —exclamó la princesa Cuentacuentos—. ¡Sí, por supuesto! Volveré a intentarlo con ellos.

—Sí, buena hija —dijo la reina—. Vete con ellos, pero quiero vestirte de una forma más apropiada para que gustes a los Pequeños y no vuelvan a menospreciarte los Mayores. Veamos, te daré la apariencia de un almanaque.

—¿Un almanaque, madre? ¡Uf! ¡Qué vergüenza presentarme de esa guisa ante la gente!

La reina hizo una señal y los criados trajeron un vestido con la apariencia de un almanaque, tejido con hilos de brillantes colores y preciosos dibujos.

Las criadas peinaron las trenzas a la bella princesa Cuentacuentos, le ataron unas sandalias doradas a los pies y la vistieron con el vestido de almanaque

La resignada princesa Cuentacuentos no osaba siquiera levantar la vista, pero su madre se la miraba complacida y la cogió entre sus brazos.

—Vete hacia allí —le dijo a la chica—, que mi bendición te acompañe y si se da el caso que te menosprecian y se mofan de ti, vuelve conmigo. Quizás las generaciones sucesivas tendrán una conducta más leal y volverán a cederte su corazón.

Así, pues, habló la reina Fantasía. Y, por fin, la princesa Cuentacuentos bajó a la Tierra. Con el corazón latiéndole fuertemente, se aproximó al lugar donde estaban los astutos vigilantes, inclinó su cabecita hacia el suelo, se ajustó bien al cuerpo su bonito aspecto y se acercó a la entrada con pasos vacilantes.

—¡Alto! —bramó una voz profunda y ronca—. ¡Guardias a formar! ¡Ahí llega otro almanaque!

Al oír esto, la princesa Cuentacuentos se puso a temblar. Un escuadrón de hombres más bien maduros y de miradas hoscas se adelantó precipitadamente. Llevaban plumas afiladas en los puños y se plantaron cortando el paso a la princesa Cuentacuentos. Uno de la cuadrilla se le acercó y con su mano áspera la agarró por la barbilla.

—Sólo quiero que levante la cabeza señor Almanaque –dijo con voz ronca—, que os podamos ver en los ojos si está todo correcto o no.

Ruborizada, la princesa Cuentacuentos levantó la cabeza y entornó sus ojos negros.

—¡La princesa Cuentacuentos! —exclamaron y estallaron de risa—. ¡La princesa Cuentacuentos! ¡Qué imaginación, presentarse de esta forma! ¿Pero adónde vas con esta facha?

—Ha sido idea de mi madre —respondió la princesa Cuentacuentos.

—¿Y, qué? ¿Quería hacerte pasar de estraperlo? ¡Se habrá creído que puede tomarnos el pelo! ¡Date la vuelta! —Le gritaron los vigilantes uno tras otro mientras levantaban sus afiladas plumas.

—Pero, yo solo quería ir con los niños —suplicó la princesa Cuentacuentos —¿No podéis siquiera permitirme esto?

—¿No ha estado ya bastante por aquí esta gentuza? —gritó uno de los guardias—, no hacen más que contar tonterías a nuestros hijos.

—Veamos que intenciones se trae esta  vez —dijo otro.

—¡Eso, eso! —Dijeron todos gritando —¡Venga, explícate! Pero date prisa que no podemos perder más tiempo contigo.

La princesa Cuentacuentos alargó sus brazos y con el índice de la mano dibujó un montón de signos en el aire. Se veían pasar formas rebosantes de color; caravanas llenas de preciosos caballos llevando jinetes ricamente ataviados, muchas tiendas encima la arena del desierto; pájaros y veleros surcando mares tempestuosos; tranquilos bosques y plazas y calles llenas de gente; nómadas combativos y pacíficos, todos iban pasando por el aire hechos de imágenes animadas y de un hormiguero de colores.

La princesa Cuentacuentos estaba tan entusiasmada mostrando aquellas ilustraciones que no se dio cuenta de que los vigilantes de la puerta se habían quedado dormidos. Aún se disponía a hacer más dibujos nuevos cuando un señor muy amable se le acercó y le sujetó la mano.

—Mira hacia allá buena princesa Cuentacuentos —le dijo aquel hombre, mientras señalaba a los vigilantes dormidos—. Tus cosas de colores no les sirven para nada a éstos. Cuélate rápido por esta puerta, nadie sospechara que estás en el país y podrás ir por la calle tranquila y desapercibidamente. Te llevaré donde están mis hijos, en mi casa te dejaré un rinconcito tranquilo y confortable, donde podrás quedarte y hacer tu vida. Cuando mis hijos e hijas hayan hecho sus deberes, les dejaré que vayan a escucharte con sus amigos. ¿Te parece bien?

—¡Oh, sí, por supuesto! Ir contigo y conocer a tus encantadores hijos. ¡Puedes estar seguro que me esforzaré para ofrecerles muchos ratos agradables!

El buen hombre asintió con la cabeza amablemente y la ayudó a pasar por encima de los dormidos vigilantes. Cuando ya los hubo pasado todos, la princesa Cuentacuentos se los miró aguantándose la risa y atravesó la puerta en un periquete.

 

Continuarà...


[i] En el original, el autor juega con el significado de la palabra Märchen, que hemos preferido traducir por Cuentacuentos y no por su traducción literal Cuento, con el objetivo de mantener la idiosincrasia del personaje.