LA MUERTA ENAMORADA- Autor Théophile Gautier
2007 Divulgación cultural

VII

Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a ascender la colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver de nuevo los lugares en que vivía Clarimonde. La sombra de una nube cubría toda la ciudad. Los techos azules y rojos estaban dispersos en una media tinta general, sobre la que flotaban, como blancos copos de espuma, los humos de la mañana. Por un singular efecto óptico resaltaba, dorado por el único rayo de luz un edificio que sobrepasaba en altura a todas las construcciones cercanas, inmersas en la niebla y, aunque se encontraba en realidad a más de una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y podía distinguir todos sus detalles, incluso los más mínimos, torres, azoteas, ventanas y hasta las veletas con cola de milano.

-¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol? -pregunté a Serapión. Este se resguardó de la luz con la mano y me contestó:

- Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonde. Parece que es teatro de abominables orgías.

Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me pareció advertir en la terraza una clara pequeña figura que resplandeció un segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonde!

¿Sabía ella acaso que en ese mismo momento, desde lo alto de aquel áspero sendero que me alejaba aún más de su lado y que nunca más descendería, ardiente e inquieto, yo cubría con los ojos su casa, que un burlón juego de luces parecía poner al alcance de mi mano, casi invitándome a entrar en ella como señor? Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado afín a la mía para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro éste el sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana.

La sombra engulló también el palacio quedándome delante sólo un océano inmóvil de techos, además de los cuales no se distinguía sino una ondulación montañosa. Serapión estimuló a su mula, y la mía la siguió. Una curva del sendero quitó para siempre de mi vista la ciudad de S***, a la que no debía ya volver.

Después de tres días de camino, a través de campos asaz desolados, vimos apuntar el gallo de la cima del campanario de la iglesia donde debía servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de cabañas y corrales, nos encontramos ante el edificio, que no era magnífico. Un vestíbulo ornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de cerámica groseramente tallados, un techo de tejas y contrafuertes de arenisca igual al de los pilares, era todo. A la izquierda, el cementerio lleno de hierbas, con una gran cruz de hierro en el centro. A la derecha, a la sombra de la iglesia, el presbiterio, harto desnudo y mísero.

Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad. Entramos. Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos de avena. Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los eclesiásticos, en nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas se molestaron para dejarnos pasar.

Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un perro acercarse. El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la mirada sin brillo, la pelambre gris y todos los síntomas de la más alta vejez que puede un perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él también se puso a caminar a mi lado con un aire de inexpresable satisfacción.

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