EL VAMPIRO- Autor John Wiliam Polidori
2007 Divulgación cultural

8

Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia inminente.

Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.

Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.

Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.

Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.

Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuadas para asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.

Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.

No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.

Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.

El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.

Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más.

La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.

No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?

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