CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu |
2006
Divulgación cultural
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6 ¿Acaso Carmilla sufría alucinaciones? ¿Estaría loca, a pesar de lo que afirmó su madre antes de marcharse? ¿O se trataba, simplemente, de una argucia romántica? En más de una ocasión había leído la historia de un joven que se introducía en casa de su amada vestido de mujer y con la ayuda de una aventurera... ¿Sería éste el caso? La hipótesis lisonjeaba mi vanidad, pero no tenía la menor consistencia. Durante largos períodos de tiempo, yo no representaba absolutamente nada para Carmilla, la cual se limitaba a dirigirme alguna mirada ardiente, eso sí. Y aparte de aquellos fugaces momentos de excitación, sus modales eran absolutamente femeninos. Sus costumbres, por otra parte, eran bastante raras. Generalmente, se levantaba muy tarde, nunca antes del mediodía. Entonces tomaba únicamente una taza de chocolate, muy caliente. A continuación paseábamos juntas un rato, muy corto, ya que no tardaba en sentirse fatigada; regresábamos al castillo o nos sentábamos en un banco, debajo de los árboles. Lo más curioso era que su languidez física no iba nunca acompañada de postración mental. Su conversación era siempre chispeante y vivaz. De cuando en cuando hacía alguna vaga alusión a su hogar, a su infancia o a algún recuerdo de su existencia, y a través de sus palabras se adivinaba que sus hábitos y costumbres eran muy dispares a los nuestros. De esas ocasionales alusiones llegué a colegir que su país natal estaba mucho más lejos de lo que había creído al principio. Una tarde en que nos hallábamos sentadas bajo los árboles, desfiló ante nosotros un cortejo fúnebre. Se trataba del entierro de una muchacha muy bonita y a la cual yo conocía porque era hija del guarda forestal. El pobre hombre marchaba detrás del féretro que contenía los restos de su querida y única hija y parecía tener el corazón destrozado. Le seguían algunos aldeanos, cantando un himno funerario. Cuando el cortejo pasó delante nuestro me puse en pie en señal de respeto, y uní mi voz a las suyas. Mi amiga me tiró rudamente del vestido y yo me volví, sorprendida. En tono irritado, me dijo: -¿Es que no te das cuenta de lo desafinado de sus voces? -Pues a mí me parece un canto muy dulce- respondí, molesta por aquella intempestiva intromisión, y porque temía que los acompañantes del entierro observaran nuestra discusión. El canto continuó. -¡Me destrozan los tímpanos!- exclamó Carmilla en tono rabioso, tapándose los oídos con las manos -. Detesto los entierros y los funerales. ¡Cuántas cosas inútiles! Porque tú has de morir, todos han de morir, y todos, después de la muerte, son mucho más felices. ¡Regresemos a casa! -Mi padre ha ido también al cementerio. ¿Lo sabías? -No, no me importa. Ni siquiera sé quién es el muerto- replicó mientras sus ojos centelleaban. -Se trata de aquella muchacha que hace unos quince días creyó haber visto un fantasma. Desde entonces ha ido empeorando, y ayer por la mañana falleció. -No me hables de fantasmas: esta noche no podría dormir. -Espero que no haya una epidemia por estos alrededores. Existen algunos síntomas -continué-. La mujer del pastor murió hace una semana, y también dijo que había notado una extraña opresión en el cuello, como si alguien tratara de ahogarla. Mi padre dice que esas alucinaciones son frecuentes en los casos de fiebres epidémicas. La mujer se hallaba perfectamente el día anterior, pero después de aquella noche se debilitó inesperadamente y al cabo de una semana falleció. -Bien, supongo que ya habrán terminado con los cantos fúnebres. Nuestros oídos ya no se verán torturados de nuevo. Todas estas cosas me ponen nerviosa. Siéntate a mi lado, más cerca. Cógeme la mano. Apriétala fuerte, más fuerte... Nos habíamos retirado unos pasos y Carmilla se sentó en un banco. Su semblante se había transformado de tal modo, que me asusté. Se había puesto pálida. Sus dientes rechinaban y apretaba los labios, sacudida por un continuo escalofrío. Todas sus energías parecían empeñadas en luchar contra aquel ataque. Finalmente, profirió un ahogado grito y se tranquilizó paulatinamente, superada la crisis de histerismo. -Esto sucede cuando se agobia a la gente con himnos funerarios -dijo-. No me sueltes, me siento ya mucho mejor. Tal vez para desvanecer la profunda impresión que me había producido el verla sumida en aquella crisis, mientras regresábamos a casa se mostró muy animada y parlanchina. Aquello pasó como una nube de verano. Pero aún tuve ocasión de asistir a una nueva explosión de cólera de Carmilla. Cierto día estábamos contemplando el paisaje desde uno de los grandes ventanales del salón, cuando vimos a un vagabundo que cruzaba el puente levadizo, encaminándose hacia el patio del castillo. Le conocía perfectamente. Cada seis meses venía al castillo. Era un jorobado, y su rostro tenía la expresión mordaz que suele verse en los hombres que son víctimas de una deformidad física. Llevaba una barbita oscura y puntiaguda y al sonreír abría la boca de oreja a oreja, mostrando unos dientes blanquísimos. Vestía con una zamarra de piel de búfalo, adornada con numerosas cintas y campanillas. De su espalda colgaban una linterna y dos cajas cuyo contenido me era ya conocido: en una de ellas guardaba una salamandra, y en la otra una mandrágora. Llevaba también un violín, una caja de amuletos contra el mal de ojo y varios estuches de contenido diverso. Se apoyaba en un bastón de madera negra, con una contera de cobre. Iba acompañado de un perro esquelético que le seguía fielmente a todas partes. Pero el animal se detuvo en medio del puente levadizo, erizó el pelo y prorrumpió en lúgubres aullidos, negándose a avanzar. Entretanto, el vagabundo había llegado al centro del patio y, quitándose el grotesco sombrero, se inclinó en una cómica reverencia. Luego empuñó el violín y empezó a tocar una alegre melodía, acompañándola con un canto tan desafinado y unos pasos de danza tan cómicos, que me eché a reír a pesar de lo mucho que me habían impresionado los siniestros aullidos del perro. -¿Desean las señoritas comprar un amuleto contra el vampiro, que según he oído decir merodea por estos alrededores como un lobo? -dijo el vagabundo, dejando caer el sombrero al suelo-. La gente muere por doquier, pero yo tengo un talismán que no falla; sólo hay que coserlo a la almohada, y cuando el vampiro se presenta puede uno reírse de él en sus propias barbas. Los amuletos consistían en unas cintas de papel transe, con cifras y dibujos cabalísticos. Inopinadamente, Carmilla compró un talismán y yo la imité. El vagabundo nos observaba y nosotras sonreíamos divertidas; al menos yo. Pero, de repente, mientras nos miraba, los ojos del vagabundo -unos avispados ojos azules- parecieron descubrir algo que por un instante atrajo su atención. Inmediatamente sacó un estuche de cuero repleto de toda clase de pequeños instrumentos de acero.
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