CARMILLA - Autor Sheridan Le Fanu
2007 Divulgación cultural

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De repente, por debajo de un arco rematado por uno de aquellos monstruos grotescos que brotaban de la imaginación de los antiguos escultores góticos, vi aparecer la seductora figura de Carmilla. Me puse en pie para contestar a su sonrisa, particularmente atractiva, cuando el viejo general lanzó un grito y se interpuso entre nosotras, blandiendo el hacha que el leñador había dejado olvidada.

El rostro de Carmilla había sufrido una transformación brutal. Retrocedió. Pero, antes de que yo pudiera gritar, el general descargó el hacha sobre ella con todas sus fuerzas. Carmilla pareció inclinarse hacia delante a consecuencia del golpe, pero en realidad lo que hizo fue coger la muñeca del general con su delicada mano. El anciano se debatió vigorosamente, luchando por soltarse, pero se vio obligado a abrir la mano y dejar caer el hacha. Carmilla desapareció como si se la hubiera tragado el aire. El general, tambaleándose, se apoyó en el muro. Sus cabellos estaban erizados y su rostro aparecía empapado en sudor. Estaba pálido como un muerto. Todo lo que acabo de contar sucedió en un par de segundos. No sé si llegué a perder el conocimiento. Lo primero que recuerdo después de la desaparición de Carmilla es la voz de la señora Perrodon, preguntándome:

-¿Dónde está la señorita Carmilla?

Por fin pude contestar que no lo sabía.

-Ha salido de aquí hace un momento -dije, señalando la puerta por la cual había entrado la señora Perrodon.

-Yo estaba allí y no la he visto.

Inmediatamente empezó a llamarla por su nombre, sin obtener respuesta.

-¿Se hace llamar Carmilla? -inquirió el general, que no se había recobrado totalmente.

-Efectivamente -respondí.

-Carmilla... Millarca... - murmuró el general -. No cabe ninguna duda, es la misma que en otro tiempo se llamó Mircalla de Karstein. Querida Laura, márchese inmediatamente de esta tierra maldita. Creo que no verá nunca más a Carmilla.

Mientras el general pronunciaba estas palabras, entró en la capilla uno de los hombres más extraños que he visto en mi vida. Era alto, delgado, muy cargado de hombros y vestía de negro. Tenía la tez morena y surcada de profundas arrugas. Llevaba un sombrero pasado de moda, adornado con una enorme pluma. Sus cabellos largos y grasientos caían sobre su espalda. Andaba lentamente, arrastrando los pies. Usaba anteojos con montura de oro y su mirada se fijaba alternativamente en el techo de la capilla y en el pavimento. Sus largos y delgados brazos oscilaban continuamente, como el péndulo de un reloj.

-¡Éste es mi hombre! -gritó el general al verlo, precipitándose a su encuentro con manifiesta alegría-. ¡Mi querido barón! ¡Cuánto me alegra verle! No esperaba encontrarle tan pronto.

Llamó con un gesto a mi padre, que, entretanto, había regresado de su exploración, y le presentó a aquel extraño personaje, llamándole simplemente barón. Inmediatamente, los tres hombres se enfrascaron en una animada conversación. El desconocido sacó de su bolsillo un raído plano y lo extendió sobre el granito rosado de una tumba. Con un lápiz, empezó a trazar líneas de un extremo a otro del plano, consultando con la vista determinados lugares de la capilla, lo cual me hizo suponer que se trataba de un plano del edificio en que nos hallábamos. También consultaba a menudo un cuaderno de notas sucio y amarillento, cuyas páginas estaban llenas de una apretada escritura.

Los tres hombres acabaron por dirigirse hacia el lado opuesto a aquel en que yo me encontraba y luego empezaron a medir la distancia en pasos entre las tumbas. Finalmente, se detuvieron ante el muro y lo examinaron atentamente, levantando la hiedra que lo cubría en aquel lugar. No tardaron en descubrir una lápida de mármol, sobre la cual aparecían esculpidas unas letras.

Ayudados por el leñador, que había regresado en busca de su hacha, arrastraron hasta un lugar iluminado la enorme lápida. Se trataba, en efecto, del sepulcro de Millarca, condesa de Karstein. El general alzó las manos al cielo en silenciosa acción de gracias.

-Mañana -oí que decía- vendrá el Comisario. Actuaremos de acuerdo con los preceptos legales.

Luego, encarándose con el anciano de los lentes con montura de oro, le estrechó calurosamente las manos.

-¿Cómo puedo agradecerle su ayuda, barón? ¿Cómo podríamos expresarle nuestra gratitud? Ha librado usted a esta comarca de una horrible plaga. Gracias a usted, hemos podido localizar al más odioso de Íos monstruos.

Mi padre se acercó a mí y me abrazó y besó repetidas veces.

-Ya es hora de que regresemos a casa -dijo.

Sus palabras sonaron a mis oídos como música celestial, pues nunca me había sentido tan cansada como en aquel momento.

Una vez en el castillo, mi satisfacción se trocó en espanto al descubrir que no había noticias de Carmilla. No me dieron ninguna explicación acerca de lo que había ocurrido en las ruinas del castillo, y era evidente que mi padre prefería, por el momento, conservar el secreto.

La ausencia de Carmilla, que en aquellas circunstancias resultaba de lo más siniestro, me tenía en vilo. Y mi inquietud aumentó con Íos preparativos que se hicieron para pasar aquella noche. Dos sirvientas, además de la señora Perrodon, se quedaron en mi habitación, en tanto que mi padre y uno de los criados montaban guardia ante la puerta.

Al día siguiente, tuvieron lugar en la capilla de Karstein, con las formalidades de rigor, los actos previstos. Se abrió la tumba de la condesa de Karstein. El general y mi padre reconocieron en ella a la bellísima y pérfida invitada. A pesar de que llevaba enterrada más de ciento cincuenta años, sus facciones estaban llenas de vida. Tenía los ojos completamente abiertos. El cadáver no parecía haber sufrido el proceso de descomposición.

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